La Vanguardia

Mujeres y niños, primero

- Daniel Fernández

La vieja consigna marítima es, como tantas otras cosas en la vida, más un mito que una realidad. De hecho, hay varios estudios que dejan claro que la tripulació­n suele ponerse a salvo en mayor medida y con mucha más frecuencia que los pasajeros. Y entre el pasaje, son muchos más los hombres que sobreviven que aquEllos que, galantemen­te, ceden su lugar en los botes a las mujeres y los niños. Ya saben, en situacione­s de “sálvese quien pueda”, pues eso, que every man for himself , como dicen los ingleses… Más tradición debería tener, por aquello del código de la mar y el sentido del honor, que el capitán se hunda con su barco. Pero pese al ejemplo de Edward J. Smith, el capitán del Titanic que dirigió la evacuación entre heroico y enajenado (los testigos difieren), también hay, lamento decírselo, muchos más capitanes que huyen que los que optan por perecer con su nave. Lo dicho: la vida es así, por más que la adornemos con relatos.

Y hablando de mistificac­iones, nadie como los británicos para convertir en leyenda sus desastres (Balaclava, Jartum, Rorke’s Drift…). Y fue precisamen­te el naufragio de un buque de transporte de tropas de la Royal Navy, el primero con casco de hierro, el que consolidó si no creó el mito de las mujeres y los niños primero. El Birkenhead (HMS, of course ) se fue a pique el 26 de febrero de 1852, al chocar contra un arrecife en Sudáfrica, cerca de Danger Point (sí, el nombrecito ya avisaba). El barco transporta­ba soldados y oficiales de varios regimiento­s. Algunos de ellos, nótese bien, junto con sus esposas e hijos. Tras el hundimient­o del buque, que fue muy rápido, cuestión de minutos, perecieron unos 455 hombres (hay dudas sobre el número total de tripulante­s y pasajeros) y se salvaron (ahí coinciden todas las fuentes) 193, entre ellos las mujeres y los niños que iban a bordo. El barco sólo consiguió arriar dos botes. El capitán Robert Salmond ordenó que en el primero se evacuasen las mujeres y los niños. En el segundo subieron unos treinta hombres. Es entonces cuando el capitán dijo que quien quisiera salvarse que saltase al agua y que intentase llegar a los botes. Se opuso el héroe de esta historia, el teniente coronel Alexander Seton, del 74 de fusileros, el oficial de mayor rango a bordo, quien gritó a sus hombres algo así como: “Van a hundir el bote de las mujeres y los niños. Les imploro que no lo hagan y que permanezca­n todos en su lugar”. El barco se hundía, y desde el mar llegaban los gritos de más de un desdichado atacado por los tiburones (sí, fue un naufragio con escualos). Pero los soldados del imperio aguantaron en semiformac­ión y obedeciero­n. Sólo tres, según testimonio­s de supervivie­ntes, rompieron las líneas y saltaron al agua. El barco se partió y muchos murieron, ahogados o presa de los tiburones. Seton y Salmond entre ellos. Unos cuantos, unos sesenta, consiguier­on nadar las dos millas escasas que los separaban de la costa. No sé por qué me ha dado hoy por escribir de naufragios…

El naufragio del ‘Birkenhead’, el 26 de febrero de 1852, al chocar contra un arrecife en Sudáfrica, consolidó un mito marítimo

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