La Vanguardia

Desencanto en Sidi Buzid

El joven que provocó las revueltas árabes es un héroe cuestionad­o en Túnez

- XAVIER MAS DE XAXÀS Sidi Buzid (Túnez) Enviado especial

Hace cinco años, Mohamed Buazizi, 26 años, vendedor ambulante en Sidi Buzid, una de las ciudades más pobres y marginadas de Túnez, abrió una página en blanco para los que nunca habían podido hablar. Explotado y humillado por un sistema burocrátic­o y policial que lo condenaba a la precarieda­d permanente, se roció con disolvente y prendió la mecha de una revolución que hoy, en las calles de esta misma ciudad, sus vecinos no saben muy bien adónde conduce.

Buazizi vive. La avenida principal, la misma en la que se prendió fuego, lleva su nombre, su imagen cubre la fachada del edificio de correos y un monumento de cemento, tosco y contundent­e, reproduce su carro de frutas y verduras. A simple vista parece el héroe sin mácula. Sus convecinos no ven tan claras las ventajas de haber derrocado a Ben Ali hoy hace cinco años.

De cerca, la imagen de Buazizi se tambalea. Alguien ha roto los pináculos que decoraban el pedestal del carro y en el mercado, el mismo donde el 17 de diciembre del 2011 una mujer policía le confiscó la balanza porque no tenía con qué pagar la mordida, son muchos los que prefieren no hablar de él para no maldecirlo.

Los precios se han duplicado en cinco años y la carestía muerde todos los bolsillos. “Si un día no trabajo, no como. La revolución no ha cambiado esto”, reconoce Yilani Guedri, vendedor de verduras.

“Las primaveras árabes empezaron con él, de eso no hay duda”, sostiene Ali Buazizi, primo del mártir. “Su sacrificio lo cambió todo –añade–. Aún viviríamos bajo la dictadura si no llega a ser por Mohamed”.

“Maldito Buazizi”, estalla un joven con el mismo nombre y apellido, sentado junto a una fuente sin agua, con la imagen del mártir como telón de fondo. “Él puede estar en la paraíso, pero yo no tengo trabajo ni vida”. Ha cumplido los 23 y le gustaría ser arquitecto, pero no tiene los recursos para pagarse la carrera. A su lado, su amigo, Fethi Rziki asegura que ha llamado a todas las puertas pidiendo trabajo y ninguna se ha abierto. Del bolsillo saca un documento oficial que acredita la solicitud al Ministerio de Agricultur­a de una plaza en un proyecto para criar vacas. “Hace tres semanas que espero una respuesta –dice– y ya no creo que llegue”.

El paro está en el 15%, pero sube al 38% entre los jóvenes y al 62% entre los universita­rios, según datos de la OCDE.

“Quiero utilizar la democracia para que nos escuchen, a nosotros, a los que nunca nos han hecho caso –comenta Rziki–, pero no sé cómo hacerlo. Votar no sirve de nada”.

El camionero Saber discrepa: “Muchas cosas han cambiado. Han asfaltado carreteras, están construyen­do una piscina municipal y un nuevo mercado cubierto. También se ha abierto una fábrica de productos lácteos. Es verdad que los políticos se ponen las medallas y que han inaugurado seis veces la fábrica, pero es un paso y, aunque estemos lejos de los objetivos que nos marcamos hace cinco años, avanzamos”.

Saber habla en el café Samarcanda, lleno, ayer a media mañana, de hombres que jugaban a las cartas, fumaban sin parar y bebían café en zapatillas de estar por casa y zapatos de punta fina. Entre ellos, el presidente del Olympique, el equipo de fútbol local, que este año ha subido a Primera División. “Nos han dejado seis jugadores del Esperance (un equipo puntero de la capital) y Qatar nos ha pagado un autobús para

UN JOVEN DE SIDI BUZID “Maldito Buazizi; él puede estar en el paraíso, pero yo no tengo trabajo ni vida”

LA RÉPLICA DE UN CAMIONERO “Han abierto una fábrica de productos lácteos, inaugurada seis veces, pero avanzamos”

los desplazami­entos. Parece que todo forma parte de un proyecto más para tenernos contentos”.

Detrás de la fábrica de lácteos y el club de fútbol está Hamdi Hedeb, un magnate del mismo Sidi Buzid,

que vive en Londres. Se hizo rico bajo la dictadura de Ben Ali y, en las elecciones de finales del 2011, las primeras después de la revolución, prometió dinero a manos llenas. La gente descubrió la farsa, pero aún hoy su populismo es capaz de arrancar un escaño en esta circunscri­pción, entregada al islamismo moderado de Enahda.

Hedeb es admirado por muchos de los que odian a los Buazizi. Los insultos en las redes sociales y la presión de los vecinos del mismo Sidi Buzid han forzado la marcha de la madre y los hermanos del mártir Mohamed. Les acusan de haber cobrado una indemnizac­ión del propio Ben Ali (cierto) y de haber recibido dinero de organismos internacio­nales y magnates anónimos, algo que Ali niega con vehemencia: “Todo falso. Nos hemos convertido en la válvula de escape de la frustració­n nacional con una democracia que no sirve para comer”.

Poco después de la revolución Canadá extendió un visado de estudiante a Leila, la hermana mayor del mártir Mohamed. Le fue tan bien en Montreal que se casó con un canadiense y hace dos meses se llevó con ella a su madre, Manubia, y sus tres hermanos. Hacía tres años que Manubia había cambiado Sidi Buzid por La Marsa, una ciudad acomodada al nordeste de Túnez, donde vivía, sin embargo, en una casita de alquiler y se ganaba el pan vendiendo comida preparada.

“Muchos han intentado aprovechar­se de ella –explica Ali Buazizi–. Hasta quisieron explotar su imagen con una película de la que no iban a ver ni un dinar. Al final, vertieron tantas infamias sobre ellos que no han tenido más remedio que exiliarse”.

Cada año, el 17 de diciembre, Ali organiza un festival en memoria de su primo. Esta vez, sin embargo, por primera vez, Manubia Buazizi y sus hijos no acudieron. Hubo varios actos culturales, discursos y una marcha en la que participar­on cientos de personas bajo el lema “trabajo, libertad y justicia social”, las mismas demandas que llevaron a Mohamed Buazizi a prenderse fuego frente a la sede del gobierno provincial de Sidi Buzid.

En gran parte, es como si la revolución aún estuviera por hacer. Sobre los habitantes de esta ciudad aún pesa la catástrofe y lo inhóspito. La página en blanco de la revolución se llenó de caos y utopía. Todo el mundo quiso, por unos meses, ser más de lo que era.

“Y esto sí que lo conseguimo­s –defiende el camionero Saber–. Había habido protestas sociales igual de fuertes en Gafsa y Sfax que no cuajaron. La nuestra lo hizo porque estábamos hartos de la corrupción y la vida indigna que llevábamos, pero sobre todo porque nos

conocíamos y fuimos solidarios los unos con los otros. Nuestra lucha tuvo un eco en todo Túnez. Lo que sufríamos nosotros lo sufrían todos los tunecinos. Nuestro miedo era el suyo y esto nos hizo fuertes”.

“Aquel ejemplo –apunta Ali Buazizi– perdurará. Mohamed, su martirio, unió a todo el mundo árabe. Las cosas no han salido como esperábamo­s. La revolución tiene sus límites. Pero esto no significa que vayamos a conformarn­os. Tal vez tardemos décadas en conseguirl­o, pero estoy seguro de que nuestros nietos mirarán con orgullo lo que empezamos hace cinco años”.

 ?? XAVIER MAS DE XAXÀS ?? Dos jóvenes en la localidad de Sidi Buzid ante el retrato de Mohamed Buazizi, cuya inmolación desencaden­ó la primavera tunecina
XAVIER MAS DE XAXÀS Dos jóvenes en la localidad de Sidi Buzid ante el retrato de Mohamed Buazizi, cuya inmolación desencaden­ó la primavera tunecina
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