El niño difícil
Que Rafael Chirbes iba en serio muchos lo empezaron a comprender más tarde. No Jorge Herralde que, convencido por Carmen Martín Gaite, publicó su primera obra, Mimoun, en 1988. Lo recordaba este jueves el editor de Anagrama que, acompañado Fernando Valls y Javier Rodríguez Marcos, presentó su novela póstuma, ParisAusterlitz, en la biblioteca Agustí Centelles de Barcelona. El acto fue una suerte de homenaje al escritor valenciano, fallecido a causa de un cáncer el pasado agosto.
Podría parecer que ParisAusterlitz se aleja de Crematorio (de la que se hizo una serie de televisión) y En la orilla, novelas en las que el autor consiguió retratar la codicia de una España abocada a la corrupción. Sin embargo, él insistía en la relativa importancia de las tramas (excusas para buscar voces que se solapan y se contradicen). Aquí es la capital francesa el escenario donde el narrador, un artista de familia acomodada, se enamora de un obrero maduro. El hambre de ciudad y cuerpo, de alcohol y sexo, se convertirá, pasada esta otra burbuja, en la agonía de una enfermedad maldita que llega a finales de los ochenta en forma de plaga. Poco más de 140 páginas de exilio interior y exterior. Y algo de necesidad de confesión.
Tardó Chirbes, obstinado y nada complaciente, más de 20 años en entregar el manuscrito, pocas semanas antes de morir. “Me han sometido a la etiqueta de cronista social”, le decía a Herralde, que insiste en que se trata de una obra absolutamente acabada. “Ahí va el niño difícil” es lo que escribió en el correo donde adjuntaba la novela. El escritor venía de una familia muy modesta, hoy diríamos cínicamente desestructurada (su padre se suicida cuando es un niño), y crece en colegios para huérfanos. Rodríguez Marcos recuerda una frase suya, demoledora: “En esta vida todos terminamos solos”. Martín Gaite, a propósito de Chirbes, decía algo aún mucho más preciso: “Escribimos para salir limpios del fondo de lo peor”.
Valls defiende que en ParisAusterlitz “está todo Chirbes”. Su fascinación por París (ciudad en la que vivió una breve temporada), su interés por la pintura (y los cuerpos desgarrados, como desgarrada concebía su prosa) de Bacon y Dix, y también el hedonismo discreto de alguien tan interesado por la gastronomía como por las iglesias. Es, dejó claro el crítico, una historia dura, terrible, un fracaso amoroso en una relación desigual. Y hay también en esta historia, una vez más, cierta desconfianza hacia la cultura, vestida de nuevo como máscara de la peor de las hipocresías. Y el escritor, recuerda Herralde, lo que buscaba era “hacer la autopsia del alma”. Y el alma suele asomar cuando la fiesta justo ha acabado.