Poblar Europa
En los siglos XVIII y XIX los europeos poblaron el mundo. Ahora es el mundo el que quiere poblar Europa. La afirmación es de Gideon Rachman. Encabeza así su último artículo en Financial Times. Rachman considera inevitable lo que está ocurriendo en Europa. Es lo que sucede cuando un continente rico, envejecido y con una demografía débil vive rodeado de países con poblaciones jóvenes, pobres y que muchas veces viven en situación de guerra.
Rachman es el prototipo de liberal británico. Comprende los pros y contras de la situación. Pero cree que en el medio plazo todo será positivo. También lo creen los economistas que hacen estudios para el FMI (el último de ellos presentado en Davos). Esos ni siquiera dudan. Piensan que el actual shock migratorio será bueno para la economía. Punto.
Pero esas son ecuaciones que cuadran sobre el papel. No tanto sobre el terreno. La perplejidad que han provocado los asaltos sexuales masivos de la estación de Colonia durante el fin de año (un acontecimiento extraño pero no infrecuente en países árabes) indican que la cultura y los valores también cuentan. La construcción de los primeros campos de acogida (para llamarlos finamente) en las afueras de las ciudades del norte de Europa reflejan también el grado de improvisación ante un shock con el que nadie contaba hace dos años.
Europa es un gigante económico. Pero
Europa se enfrenta al mayor reto de integración de su historia, pero ¿le queda otra alternativa?
también un artefacto político lento y desordenado. Y los procesos de integración masiva no se improvisan. Incluso cuando los gobiernos no son capaces, las sociedades toman la iniciativa. Hay ejemplos históricos. Argentina es uno. Y otro mucho más cercano es Catalunya. Desde el siglo XVIII ha sido un país de inmigración. La gente llegaba porque el país se industrializaba y Barcelona crecía. La sociedad catalana adoptó mecanismos que permitieron esa absorción sin perder por ello su identidad. Primero llegó gente de la Catalunya rural. Después de Murcia y Aragón. De Andalucía. Al acabar el siglo XXI, cuanto más mano de obra requería la máquina económica, incluso del otro lado del Atlántico.
El modelo catalán combinaba baja fecundidad autóctona con contingentes llegados de fuera. El negocio fue bien. El país se modernizó y funcionó el ascensor social. Funcionó algo peor cuando esa inmigración adquirió naturaleza de shock (en la década de los 60 y entre el 2000 y el 2006), cuando la causa de la llegada no era tanto la demanda de empleo como la “expulsión” económica de la tierra de origen. Pero hasta aquí hemos llegado.
Las situaciones no son comparables. Europa debe rejuvenecer su mercado laboral. Pero los que llegan lo hacen porque huyen de estado fallidos. Después está la distancia cultural entre los nuevos europeos y las poblaciones de acogida. Enorme. Y en estos días terribles, parece incluso insalvable. Tanto que la cuestión dominará el debate político en las próximas décadas.
Pero ¿realmente le queda a Europa otra opción que intentarlo?