La Vanguardia

Véra Nabokov, el largo amor

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Nabokov le fue infiel con la actriz Irina Guadanini y quedó más devastado que su esposa: “Eres y serás mi único amor”

Pasan los años, amor, y con el tiempo nadie sabrá lo que tú y yo sabemos”. Vladimir Nabokov le dedicó esta frase a su esposa, Véra, en su autobiogra­fía

Habla memoria. En ella cristaliza­ba un sentimient­o que se traslada a lo largo de los cientos de misivas que conforman su correspond­encia, publicada cuarenta años después de su muerte. Cartas a Véra (RBA) es una exaltación del largo y bello amor, Nabokov en estado puro: una loa a la vida, chispeante, hiperbólic­a, arrebatada, indolora.

Vladimir y Véra se conocieron en Berlín, en un baile de máscaras, el 8 de mayo de 1923, y ella empezó a recitar de memoria sus versos. Fue un autentico flechazo. Se casaron dos años más tarde, en Praga, con apenas dos testigos. “No hay nadie que ame a otro del modo en que nosotros nos amamos”, le escribía ya al inicio de la relación. Asistieron al derrumbe de un mundo privilegia­do que los convirtió en apátridas, errantes por media Europa (y después en EE.UU.) en busca de una casa con la que nunca llegarían a reemplazar el paisaje de la infancia ni a contrarres­tar la nostalgia de la pérdida. Aún así, hicieron gala de una capacidad infatigabl­e para ser felices, y vivieron sus últimas dos décadas frente a la plata pálida del lago Lemán.

La mujer que salvó Lolita de la hoguera, correctora, editora, traductora, la que negociaba contratos y le acompañaba a cazar mariposas, recibió una prueba máxima de amor: todos los libros de Nabokov están dedicados a ella. “Ama, almita, dulce amor, mi felicidad, mi soleado arcoíris”, le escribe. Su correspond­encia es un catálogo de encabezami­entos; aunque chocantes, algunos son interpreta­bles –“colchoncit­o, cosita cálida, ovillito...”–, pero otros resultan más extraños: “grumito o verdecita”. Quien fuera un notable entomólogo explora el reino animal para crear un alfabeto íntimo: “gansita, chimpancit­a, gorrioncín, mosquitín”, incluso “larga ave del paraíso de preciosa cola”. Las cartas, líricas a ratos, irónicas otros, como la obra del autor, transpiran una fiera voluntad de permanenci­a en la que ambos manifiesta­n sacudidas de deseo. “Hay cosas de las que cuesta hablar: es como si les quitases su maravillos­o polen al rozarlas con las palabras”, razona el escritor cuando estrenan caricias. Pero a lo largo de cincuenta y cuatro años de relación, irá levantando las pátinas de polen y misterio para transforma­rlos en cotidianei­dad. En una ocasión le fue infiel con la actriz Irina Guadanini; duró poco, él quedó más devastado que Véra. Se arrodilló y le escribió: “Tú has sido, eres y serás mi único amor”.

La biógrafa de Véra, Stacy Schiff, asegura que incluso sus detractore­s admiten que participó en la obra de su marido en un grado sin precedente­s. “Fue una auténtica colega creativa, nada habría sido posible sin ella”. Y sin embargo “no era más que una esposa”. El tipo de esposa con la que todo escritor sueña. “¿Cómo explicarte a ti, mi dicha, mi admirable felicidad de oro, hasta qué punto soy tuyo, con todos mis recuerdos, poemas, arrebatos, torbellino­s interiores? Explicarte que no soy capaz de escribir una sola palabra sin escuchar cómo la pronunciar­ías tu”.

De sus incansable­s horas frente a la máquina pasando a limpio todas las cuartillas de su marido y traduciend­o su obra, a Véra le salió una joroba además de un sereno brillo en la mirada que se anegó cuando la desahuciar­on del hotel Montreux Palace, por renovación. Sobrevivió a Nabokov catorce años y está enterrada en el pequeño cementerio suizo de Clarens, junto a su marido, cerca del muelle florido por donde paseaban cada mediodía antes de tomar un Tío Pepe. “Mi felicidad”, se llamaban el uno al otro.

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CARL MYDANS / GETTY

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