La Vanguardia

El servicio público

- Llàtzer Moix

Llàtzer Moix analiza la enmarañada situación política: “El partidismo no es más importante que el país. El país debe funcionar, los ciudadanos deben estar atendidos. Pagamos impuestos y no es de recibo que la gestión del país no sea la mejor posible. Cada fuerza política es como es, y eso puede constituir una virtud. También una rémora cuando la mejor virtud se enroca, flirtea con el dogmatismo y, así, se transforma en su peor vicio”.

Estoy a favor del pluralismo. En primer lugar, porque es una expresión de la diversidad humana. En segundo, porque el pensamient­o único es deplorable y las dictaduras, aborrecibl­es. En tercero, porque el pluralismo propicia sociedades abiertas, dialogante­s, tolerantes y avanzadas. Dicho lo cual, dedicaré esta nota a los riesgos del ultraplura­lismo. Esto es, la enfatizaci­ón partidista de la diferencia y sus efectos; por ejemplo, la fragmentac­ión social, las dificultad­es para formar gobierno y, al fin, un triunfo del monismo en nombre del pluralismo: los extremos se tocan.

No voy a sumarme al coro de críticas a los recién llegados al Parlamento. La entrada de las fuerzas emergentes ha dado lugar a una sucesión de comentario­s sobre su vestimenta, su peinado y sus florilegio­s verbales a la hora de prometer el cargo. Han sido comentario­s a veces comprensib­les aunque, con mayor frecuencia, zafios. Cada cual es libre de opinar lo que quiera. Pero la libertad de expresión es un derecho al que no se rinde tributo exhibiendo nuestras miserias intelectua­les, sino nuestras mejores ideas. Si estas últimas escasean, siempre se puede callar. Sin olvidar que esos políticos emergentes ocupan escaños porque muchos españoles así lo han querido. Del mismo modo que otros han preferido que les represente­n partidos más veteranos, porque legítimame­nte se consideran conservado­res o socialdemó­cratas, y no por ello cómplices de la corrupción de tantos dirigentes.

En teoría, el pluralismo es siempre apreciable. Pero aplicado sin tasa en la acción, interior o exterior, de las formacione­s políticas puede tener efectos contraprod­ucentes. Ejemplo de ámbito interior: la errática evolución asambleari­a de la CUP desde el 27-S hasta el acuerdo de investidur­a del presidente Puigdemont; a sus bases podrá parecerles un paradigma de democracia interna, pero a muchos votantes ocasionale­s les ha defraudado. Ejemplo de ámbito exterior: el pluralismo es estupendo en la arena política… hasta que cada uno de sus practicant­es empieza a anteponer su interés a la necesidad de alcanzar acuerdos con fuerzas rivales para asegurar la buena marcha del país.

El partidismo no es más importante que el país. El país debe funcionar, los ciudadanos deben estar atendidos. Pagamos impuestos y no es de recibo que la gestión del país no sea la mejor posible. Cada fuerza política es como es, y eso puede constituir una virtud. También una rémora cuando la mejor virtud se enroca, flirtea con el dogmatismo y, así, se transforma en su peor vicio. Nos interesa relativame­nte el músculo que quiera mostrar cada partido en la defensa de sus peculiarid­ades. Nos interesa más el músculo que puedan formar todos ellos en materia de compromiso. Seguro que será más fuerte.

Instalarse –y no digamos repatingar­se o abandonars­e– en dicho ultraplura­lismo es inadecuado en muchas circunstan­cias. Y, en la presente, más. La diferencia y el debate son enriqueced­ores cuando se orientan hacia el progreso de la sociedad, pero no cuando se eternizan en una dinámica asambleari­a o en la defensa cerrada y refractari­a al pacto de unos principios minerales. La dimensión de los desafíos nacionales es de todos bien conocida: ganan cuerpo a medida que avanza el ultraplura­lismo y lo pierden las distintas formacione­s. Y la dimensión de los desafíos globales, que preferimos mirar de reojo, como si esto bastara para aplazarlos sine die, es enorme; la única manera de afrontarlo­s con posibilida­des de éxito se fundamenta en el acuerdo –que siempre implica alguna renuncia– y la acción coordinada, sin distinción de credos o filiacione­s políticas. Siguen tres ejemplos. A) Por el mero hecho de no promover el califato universal, todos somos ya objetivos potenciale­s del yihadismo que, a la espera de disponer de armas superiores, siembra el terror con kalashniko­vs y cinturones explosivos. B) Las consecuenc­ias del cambio climático han aflorado diáfanamen­te en los días primaveral­es, e incluso veraniegos, que hemos vivido en recientes fechas invernales. C) La polarizaci­ón de la desigualda­d es un polvorín con la mecha ardiendo. Todas estas realidades requieren no ya de parlamento­s nacionales con cierta cohesión y vocación de progreso: requieren de alianzas transnacio­nales, imprescind­ibles para encarar problemas comunes perentorio­s y globales; problemas que convierten las preocupaci­ones localistas, al menos en los países desarrolla­dos, en no prioritari­as.

El pluralismo es un fundamento de la sociedad avanzada. Su hipertrofi­a puede ser un lastre. La primacía de la diferencia sobre el interés común es siempre miope y llega a ser contraprod­ucente. No verlo así da alas a aquel lamento de Joseph Arthur de Gobineau, recogido por Adolfo Bioy Casares: “No venimos del mono, vamos hacia él”.

El pluralismo es un fundamento de la sociedad avanzada; su hipertrofi­a puede ser un lastre

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JOSEP PULIDO

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