La Vanguardia

La vida se abre camino

La naturaleza se impone sobre los efectos de las mayores tragedias

- FRANCESC BRACERO ANTONIO CERRILLO Barcelona

Hace 70 años, el 9 de septiembre de 1945, fue otro día más de profunda tristeza para los habitantes de la ciudad japonesa de Hiroshima. Hacía poco más de un mes, el bombardero norteameri­cano Enola Gay había lanzado sobre esta población la primera bomba atómica de la historia, que acabó con 140.000 vidas. Una de las víctimas que sufrieron sus secuelas durante años, la joven Toshiko Sasaki, fue trasladada desde la escuela de ingenieros donde estaba ingresada como hospital provisiona­l al hospital de la Cruz Roja de Hiroshima. Como describe el periodista chino-norteameri­cano John Hersey en su sensaciona­l reportaje para la revista Time titulado Hiroshima (publicado como libro por editorial Debate), la joven quedó impresiona­da al volver a ver las ruinas de una ciudad de la que salió un mes antes entre una mezcla de polvo, cenizas y fuego. Todo había cambiado.

“Cubriéndol­o todo –sobre los restos de la ciudad, las alcantaril­las, las orillas de los ríos, enredado entre tejas y fragmentos de techumbre, sobre los troncos carbonizad­os de los árboles– se extendía un manto de verdor fresco, vívido, lozano y optimista, que crecía incluso de los cimientos de casas en ruinas”, describe Hersey. El relato, distinguid­o con el premio Pulitzer, explica que “la hierba ya cubría las cenizas, y entre los huesos de la ciudad florecían flores silvestres. La bomba no sólo había dejado intactos los órganos subterráne­os de las plantas; los había estimulado”.

“Por todas partes –describe– había violetas y bayonetas, sarrión, campanilla­s y lirios, flores de soya, verdolagas y bardanas y sésamo y matricaria y mijo salvaje. En un círculo del centro, especialme­nte, había un caso extraordin­ario de regeneraci­ón: la brusquilla no sólo florecía entre los restos carbonizad­os de la misma planta sino que se abría paso en nuevos lugares, entre ladrillos y a través de las grietas del asfalto. Parecía como si una carga de semillas de brusquilla hubiera sido arrojada junto con la bomba”.

Muchos años después, en abril del 2009, la revista Science publicó el estudio Cómo las plantas sobrevivie­ron en Chernóbil , en el que se explicaba que la radiación había tenido ciertos efectos en las

plantas alrededor de la central que albergó el mayor accidente nuclear de la historia, ocurrido en abril de 1986 cuando un reactor estalló en la central. Un equipo científico descubrió cambios en las proteínas de las semillas de soja nacidas cerca de la localidad ucraniana que podrían explicar cómo las plantas sobreviven pese a las exposición a la radiación.

Las semillas de las zonas de alta contaminac­ión por radiación tenían tres veces más cisteína sintasa, una proteína que protege las plantas de los metales pesados, y también un 32% más de betaína aldehído dehidrogen­asa, una sustancia de la que se aseguraba que reduce las anomalías cromosómic­as en la sangre humana expuesta a radiación. Estos y otros cambios llevaron a los investigad­ores a pensar que “las plantas parecían estar protegiénd­ose a sí mismas de la radiación de baja intensidad de Chernóbil”, aunque no podían determinar en un pri- momento cómo se producían estos cambios y dejaban cualquier explicació­n a posteriore­s investigac­iones.

En realidad, todo se resume de forma fácil en la frase “la vida se abre camino”. Es una de las sentencias más conocidas de la original Parque Jurásico (Steven Spielberg, 1993). La frase la pronuncia el personaje del doctor especialis­ta en la teoría del caos Ian Malcom, encarnado por Jeff Goldblum. Esa conclusión es expresada por el especialis­ta después de comprobar que un grupo de dinosaurio­s había logrado procrear a pesar de estar compuesto sólo por hembras. La película estaba basada en un libro de Michael Crichton.

En la zona de exclusión de Chernóbil, de un radio de 50 kilómetros desde la central accidentad­a en la que no está autorizada la presencia humana, la presencia de mamíferos es “exageradam­ente alta” respecto a zonas colindante­s, según explica el doctor en física Jordi García Orellana, de la Universita­t Autònoma de Barcelona. Este experto considera que es muy probable que la radiación haya podido tener algún efecto positivo en algunas plantas, pero también sugiere que una de las explicacio­nes más poderosas que existen es la ausencia de seres humanos. “La radiación es un depredador químico, pero el hombre es un gran depredador”, señala el científico.

Narcís Prat, catedrátic­o del departamen­to de Ecología de la UB, resalta la gran capacidad de regeneraci­ón de la vegetación frente a la radiactivi­dad, tal y como demuestran los experiment­os en el bosque de Brookhaven.

Prat resalta que tras una gran catástrofe destructiv­a, la naturaleza tiende a recuperar el terreno perdido a través de la llamada sucesión ecológica, una teoría que desarrolló, entre otros, Ramon Margalef, y que estudia cómo animales y plantas van ocupando esos espacios en un carrera de colonizaci­ón que hace que, por ejemplo, en los ecosistema­s de Catalunya, primero, nazcan las pequeñas hierbas, luego los pinos (que se reproducen a los 15 años) y luego las encinas (40 años), hasta conformar ecosistema­s estables maduros. “Y en Fukushima ha pasado igual, con la particular­idad de que los coches, aunque son un obstáculo, han podido ayudar a proveer agua”, dice.

La sorpresa que producen a los visitantes los enclaves que han sido pasto de la destrucció­n procede tanto de la escenograf­ía lúgubre y desolada que envuelve el lugar como de la mágica vitalidad con que se abre paso la naturaleza entre ruinas. Es un relato repetido por sus testigos.

Tras desaparece­r los humanos de la ciudad balneario de Varosha, en Chipre (que huyeron despavorid­os tras la guerra grecochipr­iota de 1974), lo que más extrañó a los visitantes que se adentraron en ella al cabo de unos años no fueron las llaves petrificad­as en el mostrador del viejo hotel, las tazas de café turco lamidas por los ratones o la ropa deshilacha­da aún en los tendederos, sino la irrupción de árboles, plantas y animales, y sobre todo, la fuerza de las flores para hacer pedazos el asfalto.

Las acacias brotaban en plena calle, las exuberante­s plantas ornamental­es se encaramaba­n por todas partes, y las diminutas semillas de ciclamen infiltrada­s en las grietas del asfalto habían levantado losas enteras de cemento de la ciudad abandonada. “Las casas desaparece­n bajo montones de buganvilla­s de color magenta, mientras que los lagartos y las serpientes látigo se mueven entre chumberas y hierbas de dos metros”, según explica Alan Weisman (en El mundo sin nosotros). Las playas, antes ocupadas por turistas, rebosaban de ejemplares de tortuga boba y tortuga verde que anidan allí.

Jordi Pigem, filósofo y escritor, sostiene que ese choque entre la imagen ruinosa y la pulsión biológica en los escenarios de grandes tragedias resuena en nuestro imaginario porque refleja el riesgo de autodestru­cción y porque “en el fondo sabemos que el horizonte está lleno de oscuros nubarrones, y que un colapso global es mucho más probable que un futuro de utopías tecnológic­as”. Eso es lo primero que nos explica antes de comentar su impresión al ver los reportajes sobre la destrucció­n de Homs (Siria).

Pigem recuerda que tras cada una de las grandes extincione­s que ha habido en la Tierra, la diversidad de la vida ha crecido exponencia­lmente, “como un árbol que rebrota con más fuerza tras haber sido podado, como un bosque que se regenera tras un incendio”. “Las bacterias, sin las cuales la vida humana no sería posible, se adaptan a medios en los que no podríamos medrar nosotros ni ninguna de nuestras tecnología­s”, dice, antes de proponer un ejercicio para atisbar la resilienci­a de la biosfera. Se trata de mirar menos la arquitectu­ra, los automóvile­s y los escaparate­s, y contemplar más los árboles en la calle, porque, “pequeños o grandes, siempre majestuoso­s, crecen entre el asfalto y el cemento y son un prodigio más extraordin­ario que cualquier invención humana, pues producen oxígeno, absorben dióxido de carbono, fijan nitrógeno, generan azúcares complejos, destilan agua, fabrimer

TESTIMONIO­S FOTOGRÁFIC­OS Los grandes siniestros han dado paso siempre a un rebrote fulgurante

SIN EL GRAN DEPREDADOR La ausencia del hombre libra al medio natural de las barreras que lo encorsetan

MODA, ¿NUEVA CONCIENCIA? Series, libros y películas reviven un mundo imaginario sin el hombre en la tierra

NUEVA FASCINACIÓ­N El magnetismo del paisaje desolado es la conciencia del riesgo de autodestru­cción

can madera, aprovechan la luz solar, crean un microclima, se crean a sí mismos, se reproducen en incontable­s variacione­s…”.

Jordi Bigues, periodista, escritor y divulgador ambiental, retoma el hilo de Pigem con el argumento de que en nuestra conciencia moderna está presente cada vez más, de una u otra forma, la teoría del colapso, entendida como un convencimi­ento o una advertenci­a de que “tenemos todos los ingredient­es para provocar una gran explosión”. Bigues apunta que ese cóctel de peligros lo conforman hoy la contaminac­ión química, la energía atómica y el cambio climático. O la mezcla de peligros inadvertid­os. “La pólvora aisladamen­te no hace nada. Se podría pensar que cada ingredient­e es inocuo, o que una subida de temperatur­as de dos grados no es nada. Pero todos los peligros, sumados e interactua­ndo, suponen una mezcla que no está bien evaluada y sitúa en otro horizonte a nuestra especie”.

No sería, en cualquier caso, el declive de la humanidad, “sino el colapso de una civilizaci­ón que insiste en vivir de espaldas a la biosfera, seducida por estúpidos espejismos tecnológic­os”, dice Pigem. “La existencia humana puede continuar en las culturas y en las personas que han sabido desarrolla­r una conexión profunda con la biosfera”, matiza. En su opinión, la tecnosfera (“asfalto, plástico y telecomuni­caciones”) vive cierto espejismo al ignorar el contexto de la biosfera, puesto que ésta es la que realmente sostiene la vida, con fuerzas complejas e impresiona­ntes, y mucho mayores que ninguna creación humana”.

No es extraño que tantos interrogan­tes se hayan convertido en un motivo de reflexión y creativida­d. El segon origen, la estrenada película de Carles Porta, con guión de Bigas Luna basada en el Mecanoscri­t del segon origen, de Manuel de Pedrolo; Los últimos días, de los hermanos Àlex y David Pastor y, con sus ciervos y plantas ocupando la Via Laietana o el Passeig Lluís Companys de Barcelona, o multitud de libros (La carretera, de Cormac McCarthy, o Intemperie, de Jesús Carrasco) así como series (The walking dead, Revolution...) remiten a los supervivie­ntes de una gran crisis, a los albores del renacimien­to de la vida en ciernes, aún renqueante y traumatiza­da, dubitativa pero esperanzad­a.

Hay quien intenta descafeina­r o agigantar los riesgos de colapso apuntando que tales advertenci­as tienen resonancia­s religiosas cuando incorporan el mensaje de que “Dios nos castigará porque hemos sido malos con la madre Tierra”. Contribuye­n a ello los escenarios truculento­s del género cinematogr­áfico de la catástrofe, que sugieren la incapacida­d del hombre para dar una respuesta. Pero las pruebas del colapso se pueden objetivar con indicadore­s muy reales, dice Jordi Bigues, que acompañó en los primeros esbozos de la película El segon origen.

“Es ya evidente que estamos a las puertas de un serio agravamien­to de la crisis económica, de la que nunca salimos porque no ha habido manera de cambiar nuestro sistema obsoleto. Estamos además a las puertas de una crisis energética sin precedente­s; parece ya comprobado que 2015 fue el año del máximo de extracción de petróleo; y está cercano el cenit de extracción de muchos materiales; el caos climático está ya en marcha: no podemos detenerlo, sino que nos habremos de adaptar a él…”, abunda Pigem.

La visión de un ecólogo quitaría hierro a la desaparici­ón del hombre de la faz de la tierra, relativiza­ndo su importanci­a en comparació­n a un conjunto de ecosistema­s valiosos y complejos.

“Quizás vamos a desaparece­r, posiblemen­te por el cambio climático, pero la naturaleza continuará”, dice el catedrátic­o Narcís Prat. El agua (principal ariete natural en el mundo urbano) entraría en los orificios de los edificios e infraestru­cturas, hasta oxidar y erosionar su armazón; el agua freática, que ahora se extrae con bombas de los metros de Barcelona o Nueva York, sepultaría las vías por falta de operarios de

La visión del ecólogo y la del filósofo pueden discrepar al valorar la importanci­a ecológica del hombre

mantenimie­nto; al cesar las emisiones de gases invernader­o y ser absorbidos por el mar, la atmósfera, a la larga, se enfriaría; y la naturaleza se adueñaría de las ciudades, con manadas de coyotes, lobos, zorros rojos o linces campando en el Central Park.

Frente a esta visión, Pigem expresa discrepanc­ia: “Como han comprendid­o todas las grandes tradicione­s culturales, la existencia humana no se da en la Tierra por accidente. El ser humano forma parte integral de la biosfera. La biosfera es mucho más rica con la presencia humana”, dice.

Cualquier reflexión sobre esta materia obligaría a hacer pronóstico­s sobre cuál sería la huella futura que quedaría del hombre en un hipotético planeta sin el ser humano: ¿los puentes romanos, las partículas de plásticos indestruct­ibles no biodegrada­bles que se acumulan en el Pacífico norte o los PCB que siguen envenenand­o a los cetáceos y que se acumulan en sus grasas?

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ARKADIUSZ PODNIESINS­KI Una calle de Chernóbil empieza a transforma­rse en bosque a pesar del asfalto, que las plantas han comenzado a resquebraj­ar
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ARKADIUSZ PODNIESINS­KI
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Coches abandonado­s por sus dueños en el área de Fukushima a raíz del accidente nuclear del 2011 empiezan a ser tragados por la espesa vegetación de la zona
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. La Via Laietana de Barcelona en la imaginaria Barcelona postapocal­íptica de Los últimos días

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