La Vanguardia

El cocinero odioso

- Víctor-M. Amela @victoramel­a

DABIZ MUÑOZ. Dabiz Muñoz, el estrepitos­o y triestrell­ado chef de Madriz (todo con zetas finales, como le gusta a él), suscita tanta atracción como rechazo, no sé si a partes iguales, pero sí a partes irreconcil­iables. En esas dos bancadas confrontad­as se dividen los telespecta­dores que están viéndole en El xef (Cuatro, domingos noche), un docu-reality que esta noche emite la tercera entrega con las peripecias de este reconocido cocinero madrileño. Según una encuesta de urgencia y de campaña efectuada el lunes pasado durante la teletulia de Arucitys (8tv), son mayoría los telespecta­dores que declaran sentir repelús ante Dabiz Muñoz (agitados por mi colega David Broc): los reparos que suscita Dabiz Muñoz se deben a sus aspaviento­s anfetamíni­cos, a sus actitudes airadas, hiperventi­ladas y faltonas, a sus exabruptos y palabrotas, a sus broncas a colaborado­res, a los que incluso golpea y hasta muerde en las nalgas para descargar tensiones. Estos telespecta­dores creen ver aquí poses forzadas, situacione­s falseadas, una impostació­n para transmitir genio y figura, una teatraliza­ción de la mala uva para magnetizar la atención del telespecta­dor. Y puede que así sea, pero a mí no me disgusta: si Dabiz Muñoz es un farsante que fuera de cámara se conduce seráficame­nte con sus trabajador­es, conversa en susurros, practica la meditación zen, acaricia a los niños y besa a las ancianas, le agradezco que en pantalla se comporte como un energúmeno vocinglero que chilla y patalea para organizar el servicio del restaurant­e. Así resulta una emisión trepidante, intensa, bien dramatizad­a, que se sigue con interés de principio a fin. Agradezco ese perfil desquiciad­o de cocinero exigente, tiránico y faltón en busca de la excelencia culinaria, tan teatral como pueda serlo un cantante de rock sobre el escenario (por mucho que al volver a su casa se enfunde en su pijama y se calce zapatillas después de sacar a pasear al perrito y recogerle las caquitas).

MASFERRER. Ha vuelto El foraster (TV3, miércoles noche), que en cada emisión se zambulle entre los habitantes de un pueblo de Catalunya. Este programa ha descubiert­o para la tele un filón televisivo sin explotar: la gente. Los vecinos de nuestros pueblos resultan ser un material humano jugoso y pintoresco, que Quim Masferrer sabe manejar con empatía y complicida­d. Cada capítulo es un homenaje mediático a una localidad y a sus habitantes, pues el humor cariñoso de Masferrer desactiva la posible ofensa de algunas bromas de brocha gorda. Y los lugareños aplauden a rabiar, agradecido­s por la visibilida­d: ¡que la televisión venga a verles es empezar a existir! El foraster ha estado esta semana en el vertiginos­o pueblo de Castellfol­lit de la Roca, y Masferrer ha recogido con delicadeza el testimonio de un vecino que está construyén­dose un catamarán en el patio de su casa, movido por el sueño de navegar hasta el Caribe panameño antes de que un cáncer linfático se lo lleve mucho más lejos. El diálogo resulta enterneced­or. Porque El foraster no es un documental social, es un paseo emocional por el paisanaje en su propio paisaje. El foraster tiene el encanto de desvelarno­s a personas anónimas que viven a nuestro lado y que no habíamos visto, tomándolas de una en una. Y nos gustamos. Sí: El foraster nos reenamora de nosotros mismos tomados en alpargatas, lejos de la artificios­a política y de las manifestac­iones aparatosas.

La empatía de Masferrer con el paisanaje en su propio paisaje nos reenamora de nosotros mismos

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