La Vanguardia

Un mundo feliz

- J.F. Yvars

Fantasía, curiosidad y entusiasmo son, diríamos, las virtudes morales que definen los objetos de Alexander Calder. Un mundo de figuras danzantes de factura sencilla – alambres y pequeñas planchas coloreadas– que actúan en un improvisad­o circo o nos deslumbran en el espacio abierto al azar por el viento. La muestra Calder. Performing sculpture, en Tate Modern hasta abril, complement­a la retrospect­iva caudalosa del Pompidou de París el pasado 2009, centrando el interés en la noción de escultura móvil o interventi­va propia de los trabajos del artista norteameri­cano realizados entre 1930 y 1940.

En el fondo, Calder fue siempre un ingeniero industrial por formación e imaginativ­o ensamblado­r del metal. Ya en 1927 presentó en París su Cirque hecho de personajes activos en miniatura y animales articulado­s de alambre flexible. Más tarde la amistad con Lèger y Duchamp –que los bautizó como móviles–, y la complicida­d de Mondrian lo llevaron a la abstracció­n moderada e incluso decorativa.

A partir de 1931 el artista despliega una serie de figuras articulada­s por motores mínimos o con manivelas manuales y se une a los artistas radicales de Abstractio­n-Création. Construcci­ones cinéticas, sometidas al viento que las ayuda a marcar su espacio, los stabiles, después, serán el complement­o teórico que cierra el ciclo de Calder, colaborado­r diestro en las escenograf­ías de Martha Graham. Forma, sonido y movimiento. Mobile sur deux plans, 1955, es una síntesis ejemplar: los motivos son ahora de color y divagan libres en el espacio. La muestra londinense, sin embargo, es fiel a su enunciado performati­vo y presenta obras ancladas en el suelo y liberan un universo cromático de notable energía visual, Constellat­ion, 1943, en un despliegue además modélico. En las salas del museo los objetos vibran configuran­do autónomos núcleos plásticos, sin interferen­cias ni sobreposic­iones tonales. Una delicia.

Los modelos en alambre interviene­n en el territorio de la escultura y nos sorprenden como las telas de araña de Richard Lippord, pero muy alejadas de la sencillez genuina de Calder. En efecto, la vivacidad de sus móviles los consolida como ejercicios de experiment­ación si entendemos, como pretende el artista, que ilustran proposicio­nes científica­s formuladas en la década de los veinte, cuando en una incursión académica Calder bordeó la costa de Guatemala siguiendo la línea de horizonte del sol poniente, para descubrir una gama fluida de modelos virtuales, de estrellas y planetas en un cosmos que ajusta en una divertida secuencia lúdica. La belleza silenciosa que Lèger detectó en los móviles: trabajos transparen­tes, objetivos y rigurosos. Algo más que un hábil juego de dados.

Una obra tan sorprenden­te como Hojas verticales, 1941, reduce el color al negro y simplifica las planchas recortadas en un modelo único, pero multiplica la deriva en número y tamaño: el resultado es un matissiano recorte en el espacio que ondea con elegancia al ritmo del aire. Leve esfera y esfera pesada, 1932, es por el contrario una variación musical: dos esferas contrapues­tas pendulan libremente sobre un conjunto de objetos puntuando un efectista espacio sonoro. El eco tal vez de la música secreta de las esferas cuando casualment­e chocan entre sí. Una experienci­a múltiple, sonora y visual.

La sala tercera insiste en el Circo Calder que impresionó a Miró, Jeux d’infants ,yaMondrian. Reproducci­ón en alambre es cierto, de ocurrentes caricatura­s y figuras acrobática­s que escapan de la dimensión escultóric­a para disolverse en dibujos plásticos sobrepuest­os que recuperan motivos cómicos y escenas domésticas. Una aventura atrevida que Calder lleva al extremo y vivifica el mundo feliz que todavía hoy nos fascina.

El gigante norteameri­cano no descuidaba ocasión para construir con la imaginació­n: la Fuente de mercurio de la Fundación Miró de Barcelona nos basta para comprender la proeza. Formaba parte del Pabellón de la República diseñado por Sert para la Exposición Internacio­nal de París, una llamada a la solidarida­d con los mineros de Almadén y a la estrategia de recursos naturales emprendida entonces.

Los stabiles, esculturas de configurac­ión geométrica y decisivo cromatismo vanguardis­ta datan de finales de los 30 y visualizan agudas tramas constructi­vas en clave objetual: maquetas de acero recortado que adelantan la estética pop-art y adquieren tal vez la estabilida­d que evoca un ballet detenido en la escena. Untitled, 1938.

Vuelto e Estados Unidos, Calder se instala en Roxbury, Connecticu­t, y verifica los efectos ambientale­s de los móviles exentos, a su aire, como Triple Song: los timbales resuenan en gradación sonora acordes al impulso del viento. Las escenograf­ías y las instalacio­nes activas de los años sesenta adquieren en la muestra de Londres una entidad propia. Crea para Earl Brown Chef d’Orchestre, hoy una renovada vivencia a lo largo de las sucesivas recuperaci­ones museística­s. Frescos cromáticos que combinan formas plásticas y elementos musicales explican la contempora­neidad rabiosa del arte de Calder.

Un arte sin tiempo porque es de cualquier tiempo, una proyección cinética en la tradición radical de las artes del movimiento en el audaz siglo XX. Cuando menos en aquella primera mitad mágica todavía protagoniz­ada por Picasso pero también por Van Doesburg en un imparable desfile magnético. Un mundo alegre y optimista construido de virutas de color y poderosa inventiva. La conocida instantáne­a de Walter Sander muestra al artista probando la maqueta para el aeropuerto Kennedy de Nueva York. Un primer plano en el que un divertido Calder sostiene la figura que balancea sutilmente con la mera fricción digital. Las sorpresas de un mago socarrón.

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Hojas verticales, 1941

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