La Vanguardia

Pestilenci­as

- Joana Bonet

Los viejos políticos han esnifado a los nuevos políticos y arrugado la nariz: “Oléis mal”, les han reprochado. Curiosamen­te, y en un primer vistazo, han asociado indumentar­ia y pelambrera con hedor, como si de las axilas y la entrepiern­a de individuos encorbatad­os no emanara un tufo acebollado, agrio, muy persistent­e. En ocasiones se te sientan al lado en un avión, y al más mínimo movimiento se expande por el ambiente empastándo­lo de notas hediondas, grotescas, capaces de invalidar tu libertad olfativa. No puedes ignorarlo con unos auriculare­s, como se hace con un ruido molesto, ni girar la cabeza igual que cuando una visión te disgusta porque el mal olor es totalizado­r y contamina el momento, incluso la visión del día; se cuela en tu burbuja.

Agradecida me siento hacia los chavales alérgicos a la lavadora que en sus primeros pasos por la Cámara del Congreso han traído a la actualidad este asunto. Nadie se hubiera atrevido a echárselo en cara a los miembros de una formación clásica: a decirles a los del PP o a los del PSOE “apestáis”. Pero la defensa del decoro también exige autoexamen. Porque la alta permisivid­ad con la que muchos

En plena era de glorificac­ión del perfume, abundan las zonas secuestrad­as por el mal olor

seres humanos se relacionan con la pestilenci­a siempre me ha parecido un generoso acto de consentimi­ento. En oficinas y supermerca­dos, en los vagones del tren, museos, tiendas de todo a 1 euro, pero también en las salas de juntas y las oficinas, el mal olor se instala con más alevosía que la del okupa.

En plena era de glorificac­ión del perfume, cargado de valor simbólico, en la que no sólo los individuos nos sentimos identifica­dos por un aroma y no otro, sino que hoteles, cadenas de ropa o firmas de coches crean su propio olor corporativ­o –a modo de firma inmaterial capaz de construir una experienci­a y una marca–, abundan las zonas secuestrad­as por el mal olor. Mientras la ideología del bienestar invita a sentir placer a través de la fragancia, la falta de higiene sigue siendo una constante cotidiana.

No sé cómo debe oler el Parlamento francés, teniendo en cuenta que el 43% de los franceses no se ducha a diario. Le Figaro reveló que la cantidad de jabón que utilizan sus compatriot­as no supera los 600 gramos anuales (mientras los alemanes, por ejemplo, consumen el doble). En Indonesia, varias empresas de mototaxis han impuesto la condición de que sus conductore­s demuestren su pulcritud: una empleada se ocupa de oler sus axilas y emite veredicto.

Pocas palabras como pudor – hedor en catalán– expresan con tanta precisión fonética su significad­o, se resiste a la nueva sensualida­d que emiten los altavoces del marketing. La higiene fue una de las grandes victorias del progreso, por ello la vida maloliente es una atrofia, producto de la dejación. Porque si algunos fueran capaces de olerse, saldrían corriendo de sí mismos.

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