Ciencia: pasión por el conocimiento
La cosmología es una disciplina apasionante. Hace unas décadas el libro sobre el big bang titulado Los tres primeros minutos del universo, del físico Steven Weinberg, fue un auténtico best seller de la divulgación científica. Traducido a varios idiomas, se convirtió en un referente que despertó la pasión por el conocimiento a muchos futuros investigadores. La buena divulgación científica es pieza clave tanto para estimular nuevas vocaciones investigadoras como para aumentar el nivel cultural medio de una sociedad. Hay que incentivarla.
Hoy los científicos nos dicen que, de aquellos tres primeros minutos, las cosas más decisivas y espectaculares ocurrieron en el primer segundo: aparición del espacio-tiempo, gravitación, fuerza nuclear fuerte, expansión inflacionaria, quarks, electrones, neutrinos, fuerzas electromagnética y nuclear débiles. Después el universo entró en la fase de la radiación electromagnética durante 350.000 años –de la que queda en la actualidad el fondo de microondas– y posteriormente en la de la formación de galaxias primigenias en un proceso de expansión que supuso un descenso espectacular de la temperatura (desde quintillones de grados a los 270 bajo cero actuales). Pero el primer segundo, dicen los físicos y cosmólogos, fue decisivo.
Un segundo puede parecer un tiempo corto ante los 13.800 millones de años transcurridos desde el big bang, pero es un tiempo inmenso con respecto al llamado “tiempo de Planck” (tiempo que tarda un fotón que se desplaza a la velocidad de la luz en recorrer la distancia de Planck, que en relación con un metro es del orden de 35 decimales después de un cero). Este es el intervalo más pequeño que en principio podemos medir y el límite por debajo del cual los físicos no pueden establecer conclusiones. La física actual ofrece explicaciones plausibles a partir de este brevísimo tiempo posterior al big bang. Es un triunfo intelectual magnífico de la investigación y de la racionalidad humana. En el ámbito de la teoría, la ciencia suministra las mejores respuestas sobre el mundo. No se trata de respuestas sobre la realidad –creer eso sería muy ingenuo–, sino de respuestas sobre cómo los humanos conocemos la realidad. Su carácter provisional y objetivamente falseable enmarca su superioridad intelectual.
Para ser un buen científico a menudo hay que retener un fondo crítico sobre las teorías desde las que piensa el mundo, incluidas las que se consideran más sólidas en un momento determinado. Pero en cualquier caso, la comparación de la ciencia con otras respuestas sobre el mundo no tiene color. No hay que insistir mucho. Por ejemplo, las diversas tesis que afirman las religiones sobre el mundo, ca- da una las suyas, resultan francamente surrealistas. De un surrealismo infantil. De hecho, son respuestas que tienen que ver, aunque sólo sea en parte, con el hecho de que la evolución ha acabado produciendo en los humanos unos cerebros que son al mismo tiempo crédulos y perezosos. “A todo lo que no comprendemos fácilmente –decía el escritor Edward Abbey– lo llamamos Dios. Eso ahorra mucho desgaste en el tejido cerebral”.
Dejando ahora de lado lo que las religiones dicen sobre cuestiones morales, las versiones oficiales de cristianos, musulmanes, judíos, hindúes, afirman cosas sobre el mundo que son al tiempo muy simples y muy extrañas. Por ejemplo, cuando hablan sobre el origen del universo (cosmogonías), sobre la intervención de dioses en este planeta perdido de una galaxia entre centenares de millones y que contiene unos doscientos mil millones de estrellas, sobre pretendidos paraísos o edades de oro situados en tiempos pasados, etcétera. Hay dioses de muchas marcas. Cada religión fija unas pretendidas verdades, cuya veracidad resulta intelectualmente indigestible para los creyentes de las otras religiones o para los agnósticos y ateos (aunque no tengan formación científica). El debate sobre ciencia y religiones es largo y lleno de curvas. No entraré. Sólo recordaré la idea de Popper de que hay que ser precavidos contra las concepciones, del cariz que sean, que hacen afirmaciones descriptivas o explicativas sobre el mundo que no se puede probar que son falsas.
“Quizás, en nuestra breve historia evolutiva –dice George Steiner en La poesía del pensamiento–, todavía no hemos aprendido a pensar”. Quizás sí, pero no todas las ficciones y explicaciones son igual de válidas. No son equivalentes. La idea posmoderna de que los relatos son equivalentes o la de que las teorías no son sino “construcciones sociales de la realidad” son dos grandes tomaduras de pelo epistemológicas. No todas las concepciones son construcciones sociales ni todos los relatos valen igual en temas de veracidad (de hecho, los posmodernos son los primeros al negar aquello que afirman cuando van al dentista y no al brujo de la tribu cuando tienen dolor de muelas). La apuesta por la ciencia es una inversión de futuro. También la divulgación científica. Una inversión en favor del conocimiento humano y del sentido intelectual crítico sobre el mundo.
La apuesta por la ciencia es invertir en el conocimiento humano y el sentido intelectual crítico del mundo