El rey y el tablero
El rey es una pieza solemne y un tanto aburrida, de recorridos cortos y cuya mayor capacidad es la de, precisamente, enrocarse
De niño, y también de adolescente, me acostumbré a jugar al ajedrez. De hecho, me llevó a ello un gran amigo, que acabó siendo matemático y al que jamás pude arrancarle ni unas míseras tablas. Y eso que, en parte gracias a él, justamente las tablas eran mi especialidad. O, para ser más exactos, el gambito de dama y, sobre todo, la defensa india de rey, que era la jugada aprendida que me consiguió (¡alfil en fianchetto!) una sólida fama de jugador correoso y capaz. Capaz de empatar, claro, o de aburrir hasta el desespero, porque ya les reconozco que difícilmente conseguía otro resultado que no fuesen unas tablas honrosas. Aunque había otro amigo –este acabó siendo informático– que era el mayor entregador de piezas de mis años ajedrecistas. Mataba todo lo que le ponía por delante y sacrificaba piezas siempre y cuando cayese una del contrario a su vez. En ocasiones le ganaba y otras perdía contra él, pero casi nunca quedábamos en tablas. Y era especialista en no dejarme construir mi defensa india de rey, lo que, la verdad, me ponía especialmente nervioso.
Eso sí, con él me viene ahora el recuerdo de una partida gloriosa. Al final, sólo mi rey y dos peones sobre el tablero, frente a su rey y una torre. Y pese a ello, y tal vez porque se aturulló o porque jugaba siempre a fuerza de intuición, conseguí coronar un peón y ahí se cambiaron las tornas. Ya se sabe que una buena dama refuerza –y de qué manera– al rey.
El rey, por cierto, es la pieza clave en el ajedrez. Sólo el gesto de derribar al propio rey significa aceptar la derrota. Por no hablar de que el objeto del juego es dar jaque y mate al rey. Con todo, es una pieza digamos que solemne y un tanto aburrida, de recorridos cortos y cuya mayor capacidad es la de, precisamente, enrocarse. Siempre y cuando no se haya movido previamente, claro. En ese sentido, la pieza más apasionante del juego es, sin duda, la dama, aunque no haya que despreciar a ninguna, mucho menos a los aparentemente humildes peones. Y desde luego, hay que contar con las torres. Un rey con su dama y una torre puede dar larga y muy provechosa batalla.
Algo parecido, evidentemente, a lo que pasa también en política y en monarquías constitucionales como la nuestra. El rey ha de elegir, a la vista del despliegue de fuerzas y de las piezas que sobreviven sobre el tablero, si se enroca y defiende o si intenta dominar esos escaques del centro que acaban siendo decisivos si se controlan y no hay demasiada aglomeración de piezas. Nuestro rey, hoy, y espero que me disculpe la burda comparación, conserva sus piezas y capacidad de maniobra intactas. Y aunque cuenta con la dama, tal vez no están claras sus torres, porque desde luego Pedro Sánchez juega a soñarse alfil y dominar la diagonal del tablero, y Pablo Iglesias va, cual caballo, saltando casillas y yendo de la última fila a la vicepresidencia. Se precisan torres. Razón: la Zarzuela.