Guimerà y la lavadora
Maria Rosa
Autor: Àngel Guimerà Versión y dirección: Carlota Subirós Lugar y fecha: Teatre Nacional. Sala Petita (20/I/2016)
Me consta que somos muchos los que esperábamos un retorno a los escenarios de Carlota Subirós un poco más brillante que este Maria Rosa demasiado despeinada, a mi manera de ver, con un desparramamiento de elementos anacrónicos (objetos) que se convierten en una “molestia” constante. No es que a estas alturas el espectador profesional se tenga que sorprender o, todavía menos, rebelarse por la presencia de garrafones de plástico, de refrescos en latas rojas de abertura digital o de una lavadora automática triunfalmente instalada en una esquina del desierto por unos trabajadores de finales del siglo XIX. Llega un momento, sin embargo, en que la elemental transgresión deviene una chapuza, y hasta un cierto menosprecio de la clientela –que ya se apañará– si no hay una dramaturgia en profundidad que cambie radicalmente todos los demás elementos de la representación.
Ciertamente, queda muy bien expresada la buena intención del montaje de este drama/trágico de Àngel Guimerà (1845-1924) cuando la directora habla de mostrar “un espacio generoso de experiencia y de conocimiento para tratar de entender un poco más quiénes somos y cómo nos representamos hoy mismo”. Y bien, para cumplir este “cómo” y este “hoy”, al espectáculo le faltarían, por ejemplo, un par de mesas laterales de camerino clásico, con los espejos rodeados de bombillas y todo el montón de cosméticos y pinceles que usan las actrices y los actores antes de salir a escena. Si lo hicieran, se entendería muy bien que se habría transgredido el naturalismo de la pieza. Y es evidente, en cambio, que no se consigue lo mismo por el hecho de que los intérpretes aparezcan y se escondan por en medio de unos estrafalarios bultos ajenos a unos constructores de carreteras.
La molestia que digo al empezar es especialmente frecuente por culpa de las sombras de los personajes que se proyectan sobre el telón blanco que hay en el fondo del montaje. Es decir, la escenografía manifiestamente mejorable de Max Glaenzel –a diferencia de la que propuso John Strasberg, en 1983, con un fondo difundido de espacio abierto– nos habla en la Sala Petita del TNC de un lugar cerrado donde se produciría un ejercicio dramático de repetición, mientras los intérpretes se esforzarían por que triunfara “la verdad” del drama .
Para referirme a este aspecto de la interpretación, al margen del resto, hay que señalar que Subirós ha conseguido un trabajo de muy buen nivel de las dos actrices y de los nueve actores que intervienen en el drama, entre ellos los cuatro jóvenes recién graduados del Institut del Teatre. Y también a la directora, supongo, se tendrá que adjudicar en buena medida el descubrimiento (al menos por mi parte) de Maria Rosa Mar del Hoyo, espléndida en la voz y en los silencios, en la alegría y en la cólera. Su estupefacción de cara al público, después de asesinar al execrable Marçal, vale por media función.