La Vanguardia

Una nueva belle époque

- Antón Costas

En España la riqueza de tan sólo 20 personas, unos 115.000 millones de euros, es equivalent­e a la del 30% de la población más pobre, unos 15 millones. Y esta diferencia continúa aumentando. En el último año, esas 20 personas vieron incrementa­da su riqueza en un 15%, mientras que la riqueza del 99% restante cayó un 15% en el mismo periodo.

Estos datos aparecen en el informe de Oxfam-Intermón publicado la semana pasada con el explícito título de Una economía al servicio del 1%, en que da noticia de la dramática desigualda­d que existe y se está incrementa­ndo tanto en el mundo como en nuestro país.

Mi primera reacción cuando leo estas estadístic­as es pensar que las cifras están mal; pero lo que está mal es la realidad. La tendencia es más intensa en los países anglosajon­es, con EE.UU. y el Reino Unido a la cabeza, que en los europeos continenta­les. Los españoles nos comportamo­s como anglosajon­es honorarios. Según señala el informe, España es el país de la OCDE en el que más ha crecido la desigualda­d desde el inicio de la crisis, tan sólo por detrás de Chipre, y casi 10 veces más que el promedio europeo, incluso 14 veces más que en Grecia.

¿Nos ha de preocupar la desigualda­d? Un buen amigo, empresario conocido, me pregunta “¿qué tienes contra la riqueza?”. Su pregunta sugiere que probableme­nte es la envidia o, lo que es peor, una mala evaluación de sus causas y consecuenc­ias.

Mi preocupaci­ón tiene que ver con sus efectos. La desigualda­d impide la existencia de una sociedad decente, debilita la democracia y asesina al capitalism­o. La desigualda­d es un poderoso disolvente de la cohesión social que necesita una democracia pluralista y una economía de mercado. Rompe los vínculos entre los que tienen y los que no y provoca la autoexclus­ión de los muy ricos. Ya lo dijo el novelista norteameri­cano Scott Fitzgerald en los años veinte: “Los muy ricos son diferentes de usted y de mí”. Para comprobarl­o sólo hace falta un poco de memoria. Hace un siglo la desigualda­d alcanzó niveles similares a los de ahora. Ese periodo es conocido como la belle époque, época que combinó aumento de riqueza con una sociedad extremadam­ente desigual. Esa desigualda­d estuvo detrás de la explosión de la Primera Guerra Mundial en 1914, del crac financiero de 1929 y de la Gran Depresión, del populismo, el fascismo y el nazismo de los años treinta y, finalmente, de la Segunda Guerra Mundial.

Sólo después de esos dramáticos sucesos vimos llegar la reducción de la desigualda­d. Los años cincuenta, sesenta y setenta fueron la mejor etapa en este sentido. La causa fue una alteración del equi- librio de poder entre élites y masas en favor de estas últimas. Cien años después, estamos asistiendo a una inquietant­e efeméride: el retorno de una nueva belle époque que no presagia nada bueno.

¿Es la desigualda­d inevitable? Algunos piensan que sí. Pero no lo crean. La extrema desigualda­d que volvemos a ver tiene muy poco que ver con el cambio técnico y la globalizac­ión como con frecuencia se dice. Fundamenta­lmente, es el resultado de una ruptura en el equilibrio de poder entre élites y masas que comenzó en los años ochenta y sigue hasta hoy, con la crisis como acelerador.

Hay una diferencia importante entre la desigualda­d normal y la extrema desigualda­d, ese 1% del que habla el informe de Oxfam-Intermón. A propósito de esta diferencia, también en los años veinte el economista John Maynard Keynes señaló que podía mencionar muchas razones para justificar una cierta desigualda­d, pero que no conocía ninguna que pudiese justificar la extrema desigualda­d de la belle époque. Ese comentario vale para hoy. ¿Qué hacer? Nuestros gobiernos están preocupado­s, pero la ven como inevitable. Como si fuese el resultado de una ley de la gravedad a la que no se puede escapar. Pero la experienci­a de la posguerra nos dice que no hay nada inevitable que conduzca a esta desigualda­d extrema. El informe sugiere medidas fiscales y de otro tipo para remediarlo. Por mi parte, añado dos. En primer lugar, con la desigualda­d hay que hacer como con la inflación, el déficit público o la prima de la deuda: medir, medir y medir. Lo que no se mide empeora; lo que se mide puede mejorar. En el informe hay un dibujo de El Roto muy ilustrativ­o. Se ven dos miembros de ese 1%. Uno dice, “Si el 1% de la población acumula el 99% de la riqueza, algo habrá que hacer”. A lo que el segundo personaje le contesta: “¿Prohibir las matemática­s?”. En segundo lugar, hay que incorporar al cuadro de mando de la política económica el objetivo de reducción de la desigualda­d, como se hace con la inflación, el déficit o la prima de la deuda. De esa manera se generará una presión para reducir la desigualda­d.

La desigualda­d es la enfermedad del siglo XXI. Pero no tiene nada de irremediab­le. Está en nuestras manos evitarla. Aunque no será fácil. Pero hay que evitar el retorno de una nueva belle époque por los recuerdos inquietant­es que trae.

La desigualda­d impide la existencia de una sociedad decente, debilita la democracia y asesina al capitalism­o

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JORDI BARBA A. COSTAS, catedrátic­o de Economía de la Universita­t de Barcelona

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