La Vanguardia

El hijo muerto

- Jordi Llavina

Cuán hondo lo quieres?”, pregunta uno de los personajes de la novela. Y el protagonis­ta le responde algo que nos estremece: “Lo suficiente para que ninguna bestia pueda desenterra­rlo jamás”. A este último se le acaba de morir el primer hijo. De hecho, la criatura no llegó a vivir: murió en el parto. Tras dudar si incinerarl­o o inhumarlo, los padres optan por lo último: la tierra de su casa abrigará los restos del hijo (todo sucede en una región muy fría de Canadá, y una eterna costra de hielo cubre el suelo y no se derrite nunca). Cuando la mujer ya está en condicione­s de regresar a casa, y la pareja está sentada en la furgoneta, el hombre suelta: “Volvemos a ser nosotros dos, nadie más”. Se tocan las manos por encima de la tapa del pequeño ataúd que ha fabricado él, Laski. Antes han querido despedirse de los restos de su misma sangre. El hombre ha acariciado una mejilla muerta. Hay un momento en que piensa que aquel bebé ausente ha alcanzado una sabiduría para la que ellos dos todavía no están preparados.

Se trata de una nouvelle: El nadador en el mar secreto (ahora también en catalán, El nedador del mar secret). Nunca había oído hablar de su autor: William Kotzwinkle. Sí conozco al traductor —a su vez, un magnífico escritor y poeta—: Yannick Garcia. La editorial Navona publica la obra. A pesar de lo fino del libro, las tapas son duras. Y hay una cinta en su interior para marcar la página. No haría falta: las noventa que tiene se leen de un tirón, con una extraña —no sé si enfermiza— fruición.

La obra es la palmaria demostraci­ón de que el argumento no es, ni mucho menos, lo más relevante de una novela. Me da igual si he hecho un spoiler: la literatura no está en la historia per se, sino en la manera de contarla. Y, en este caso, en unas frases que tienen una densidad simbólica —y un grosor de experienci­a revelada— que causan admiración. Por ejemplo: la última escena nos presenta a Laski montado en el trineo, avanzando en la nieve hasta el lugar donde va a enterrar a su hijo. Los árboles del camino parece que se inclinen para despedir a la criatura. O acaso todo lo contrario, para acogerla: “Aquellos arbolitos tocaron la caja con los brazos y dejaron caer algunas hojas encima de ella, cuatro piñas menudas”. ¡Parece que los árboles muestren piedad por el niño!

Durante una hora, la literatura nos ha —literalmen­te— secuestrad­o. Tan sencillo como eso. Y también tan maravillos­o como eso.

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