La luz danesa
Cuando oigo decir que una película se ha inspirado en la estética de un pintor, ya me pongo en guardia, y más aún si se trata de uno de mis pintores favoritos, como es el caso del danés Vilhelm Hammershoi. El equipo creativo del filme británico La chica danesa insiste en hacer notar que la recreación de los interiores de Copenhague de los años 20, que es donde pasan los primeros episodios de la película, se inspiró en los cuadros de este pintor memorable, un maestro indiscutible en el retrato de espacios domésticos poblados por algún personaje solitario, normalmente femenino, con una luz tamizada que entra por ventanas que algunas veces toman todo el protagonismo. Hammershoi pintaba estas mujeres solitarias muchas veces de espaldas, como un prefiguración de la importancia que tendría para el cine el motivo visual de la nuca, en comparación con la poca relevancia que históricamente ha representado este dorso corporal en la historia de la pintura, donde normalmente los personajes se pintan de cara, con algunas excepciones tan turbadoras como las que representan Hammershoi, Friedrich o Munch. Pero es evidente que al director de La chica danesa, Tom Hooper, lo que le importa de Hammershoi es reproducir el mismo tono grisáceo roto de las paredes, reconstruir la presencia de las ventanas, resaltar algún objeto situado como una escultura y sobre todo, encadenar este dispositivo de puertas abiertas a través de un pasillo, que reproduce algunos de los cuadros más recordados del pintor. En cualquier caso se confirma la prevención inicial: al transponer en la pantalla la parte más visible de una pintura se suele perder gran parte de su misterio inmortal.
Al transponer en la pantalla la parte más visible de una pintura se suele perder gran parte de su misterio inmortal
El cineasta Dreyer nos dio la lección fundamental de cómo establecer una cadena fructífera con el mismo Hammershoi. En lugar de imitar su estética, supo comprender un principio que sería común en las obras de los dos artistas: que la austeridad de la puesta en escena, y el despojo de todo aquello que no fuera esencial, hacía aumentar la intensidad del drama. Esta comunión expresiva es lo que provoca que para muchos espectadores de fuera de los países nórdicos, esta poética del silencio se convierta casi un signo estilístico nacional. Es como si Dinamarca fuera un país de tonos grises, de personajes solitarios, de interiores descarnados con las pasiones recorriendo los pasillos, al estilo de La danza del polvo en los rayos del sol de Hammershoi o de Gertrud, de Dreyer.
De la misma manera que cuando un cineasta internacional piensa en Barcelona parece obligado que alguien le ponga a Gaudí como referente ineludible, parece que pensar en Dinamarca es acudir al estilo de estos dos artistas, independientemente de que su arte fuera singular y excepcional, y que no acabaran de ser considerados nunca representantes de ningún espíritu nacional. El tópico estético se construye siempre a posteriori, y termina rellenando los criterios de la reproducibilidad, como se demuestra en La chica danesa, un filme que, como mínimo, nos puede animar a revisitar al pintor del silencio en el museo de Ordrupgaard, al norte de Copenhague. Allí donde todo se entiende.