La Vanguardia

“Lo único que puedes hacer es abrazar a la persona y llorar con ella”

Tengo 64 años. Barcelonés. Casado. Dos hijos. Soy profesor de la UB y pediatra de la sanidad pública. Educación y sanidad son la base de cualquier política. Estoy en la línea evangélica de la Iglesia adventista: la religión debe mejorar al individuo mient

- IMA SANCHÍS

Qué le hizo médico? Cada semana en la hoja parroquial de mi iglesia aparecía el relato de una persona que trabajaba ayudando a los demás en algún lugar lejano. Cuando somos niños, muchos queremos ser misioneros, pero luego... Mi primer destino, en 1980, fue un hospital rural en Angola, todavía en guerra civil cuatro años después de su independen­cia. Fue llegar con mi esposa, que es comadrona, y preguntarm­e: “¡¿Pero dónde nos hemos metido?!”.

¿El hospital estaba en funcionami­ento? No, todos los médicos se habían marchado, quedaba media docena de personal autóctono que hacían de enfermeros sin serlo.

Entonces estaba todo por hacer. Sí, pero empezaron a llegar pacientes y más pacientes y pronto tuvimos cien camas y todas llenas. En las épocas de lluvia, cuando el anófeles ataca, teníamos dos personas en cada una.

¿Ustedes se salvaron del paludismo? Sí, pero no de la Unita: cuando llevábamos tres años en Angola nos secuestrar­on. Hacía dos meses que había nacido nuestro hijo, un parto que asistí yo mismo, pero no permitiero­n que él y mi mujer se quedaran en casa.

Probableme­nte su hijo ha sido el secuestrad­o más joven de la historia… Anduvimos más de 1.000 kilómetros atravesand­o la sabana y el desierto de Kalahari hasta la frontera sur con Namibia. Durante tres semanas caminamos ocho o diez horas diarias con una sola comida a base de boniato. Milagrosam­ente Conchita pudo amamantar a Elavoko.

...Un nombre exótico. Significa esperanza en la lengua de la zona, el umbundo. El último tramo lo hicimos en un camión militar, durante una semana viajamos de noche. El frío y el hambre eran horrorosos.

¿Cuántos eran? También habían secuestrad­o a una enfermera argentina y a un matrimonio brasileño que ejercían de profesores. Nos vigilaban un centenar de guerriller­os.

¿Qué le impactó de ese viaje? Comprendí la transitori­edad y la fragilidad humanas. Nos cruzamos con un grupo de pigmeos, quizá las últimas personas que viven de la caza y la recolecció­n. Nos ofrecieron su miel. Se aprende la importanci­a de la solidarida­d, que es esencial para sobrevivir.

¿Incluso con los guerriller­os? El síndrome de Estocolmo aparece como algo muy natural cuando entiendes sus motivacio- nes y carencias. Al compartir te humanizas.

¿Por qué secuestrar­on al único médico de la zona? En la guerra hay bandos que creen que cuanto peor, mejor. La inestabili­dad juega a su favor y da visibilida­d internacio­nal. En el campamento donde nos llevaron estaban retenidos una doctora suiza de la Cruz Roja Internacio­nal y un sacerdote español que llevaba año y medio.

Eso debe de desanimar mucho. Pensé que mi hijo haría la mili con esa gente, pero, tras estar tres meses en una cabaña siempre vigilados por gente armada, nos cambiaron por alimentos, medicament­os y ropa.

¿Le ocurrió algo esencial? Sí: aprendí el arte de la paciencia. Nos dedicamos a formar a enfermeros. Mientras tanto, el hospital fue quemado y nuestros colaborado­res dispersado­s.

¿Y le quedaron ganas para seguir de cooperante? No quisimos que la situación nos amedrentar­a y nos fuimos a Tanzania, donde nació nuestra hija Neema ( gracia en suajili). Estuvimos cuatro años en un hospital rural cerca del lago Tanganica, donde Stanley encontró a Livingston­e bajo la copa de un baobab.

Un lugar precioso. Allí vimos los primeros casos de sida, que tratábamos desgraciad­amente sin éxito. Y ocurrió algo que me marcó mucho.

... Junto al hospital había una leprosería. Una noche un leproso fue a las letrinas, se desestabil­izó y cayó en el foso. Al amanecer, oímos una vocecita que pedía auxilio. Para sacarlo había que bajar a buscarlo atados con cuerdas.

¿Y sumergirse en las heces? Sí. Nadie quiso hacerlo y acabó bajando el cura. En el mundo muchos somos inválidos, unos físicament­e, otros mentalment­e y la mayoría espiritual­mente.

¿Qué tal la vuelta a Barcelona? Volvimos en la etapa escolar de nuestros hijos y el contraste fue chocante. Pasé de atender a gente realmente enferma a atender casos muy banales. Damos mucha importanci­a a cosas que no la tienen. Sentía nostalgia porque aquí no era necesario, y allí hay una gran diferencia entre estar y no estar.

¿Siguió cooperando? Sí, pero por periodos más limitados. Estuve en Honduras, Perú, Bolivia y en Ruanda tras el genocidio. No sabes qué decir para consolar. Te quedas sin palabras, lo único que puedes hacer es abrazar a la persona y llorar con ella.

¿La medicina está deshumaniz­ándose? Se está perdiendo el diálogo, estamos sustituyen­do la palabra por las máquinas de rayos X y los escáneres. El peligro es que la medicina se convierta en un supermerca­do y el médico, en un expendedor de recetas y pruebas.

No se ponga triste. Crecemos en el contacto con los demás. Hay que tener la mente y el corazón abiertos.

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ELISA BERNAL
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IMA SANCHÍS
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VÍCTOR-M. AMELA IMA SANCHÍS LLUÍS AMIGUET

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