Intercambio de golpes

AErnest Hemingway le gustaba tanto boxear como escribir. Incluso más. En una ocasión llegó a proclamar: “Mi escritura es nada, mi boxeo es todo”. Le costaba poco enzarzarse en una pelea callejera, pero llegó a probar como sparring de boxeadores profesionales. A menudo retaba a sus colegas e incluso animó a su amigo Joan Miró a hacer guantes, lo que resultaba un despropósito. El novelista era un tipo fornido; el pintor, un individuo frágil. Al menos de aspecto, porque era capaz de darle réplica entre risas. Se conocieron en 1923, en el estudio del artista de la Rue Blomet de París. Allí, Hemingway quedó fascinado por el cuadro La masía, un paisaje que Miró empezó a pintar en Mont-roig y terminó en la capital francesa, aunque para concluirlo se pasaba horas oliendo la tierra y la hierba que se había llevado a Francia del huerto familiar.

El profesor Alex Fernández de Castro acaba de publicar el libro La masía. Un Miró para Mrs. Hemingway, donde aborda la relación entre ambos iconos del siglo XX a partir de un cuadro que es el paisaje de los recuerdos. El autor del trabajo explica la peripecia a partir de la cual el escritor pudo comprar el cuadro, que se convirtió en su obsesión desde el momento en que lo vio. Al final, para poder acabar de pagar los 3.500 francos apalabrados, Hemingway, acompañado de John Dos Passos y Evan Shipman –los tres, escritores estadounidenses de la llamada generación perdida– , acabó recorriendo bares y restaurantes parisinos durante toda una noche pidiendo dinero. Hoy lo llamaríamos crowdfunding. Al día siguiente, abonaron lo convenido al marchante Jacques Viot y los tres novelistas se subieron a un taxi. “El viento infló el gran lienzo como si fuera una vela e hicimos que el taxista condujera despacio”, recordó el autor de Fiesta. Lo colgaron en casa y cuando llegó Miró manifestó su ilusión por la compra. Entonces intercambiaron unos golpes para festejar la adquisición. Y para sellar su amistad.