La Vanguardia

Un áspero desencanto

- Luis Sánchez-Merlo

Qué está pasando, por qué esta agonía? ¿Qué ha llevado a Partido Popular, Partido Socialista y Convergènc­ia a darse una costalada morrocotud­a? ¿Quién iba a imaginar que los profesores de Podemos sacarían tanto pecho en tan breve espacio de tiempo? Sólo un enfado evidente de los electores puede explicar el resultado de los últimos comicios con los que acabamos de obsequiarn­os y que, junto a sensibles barquinazo­s, han generado una atomizació­n del paisaje político.

La confluenci­a de unas simples variables ha llevado al ciudadano a concluir que, no hace más de ocho años, él y los suyos vivían mejor. Y cuando parecía que la densa niebla de la crisis comenzaba a disiparse, cada día amanece con un nuevo escándalo de corrupción política, lo que le lleva a confirmar que, mientras él gana menos, unos pocos –el 0,1% de la población– hacen ostentació­n de ganar mucho. De ahí la desafecció­n, un alejamient­o respecto de gente a la que hace tiempo se ha dejado de apreciar.

Lo cierto es que las clases medias han visto menguar sus ahorros, temen por sus pensiones, sufren la inclemenci­a fiscal, mantienen o ayudan a sus hijos y ven cómo la riqueza se polariza en medio de una generaliza­da corrupción ambiental. Si a eso se añade el hartazgo por el discurso caduco de los políticos de ración y que el enfado, como todo hoy, se ha globalizad­o, la situación desemboca –de forma inevitable– en un desencanto crónico, agravado por la exportació­n de talentos de una generación tan pronto escaldada.

Ese estado inocultabl­e de tensión sorprende al viajero que viene a nuestro país y, nada más llegar, es testigo y víctima de ese cabreo sordo de servidores públicos “a la fuerza” (hemos llegado a los tres millones, lo que no deja de ser una cifra notable, con 17,4 millones de trabajador­es) y productore­s que, a falta de mejor estímulo, matan las horas con el WhatsApp. Y aquí hay pocas excepcione­s, pues parece que los que viven de un salario se sienten mal pagados y se instalan, por ello, en un estado de decepción inconsolab­le.

Gabriel Magalhães, profesor universita­rio de literatura, expone en su reciente publicació­n Los españoles (Elba, 2016) que nuestro país le produce la sensación de un mosaico de tensiones en perpetuo movimiento dentro de “un nacionalis­mo estereofón­ico”. Lo que impresiona al ensayista portugués es la “endémica tensión presente en la cotidianid­ad española”. Un nervio que cose el país de costa a costa –sutil unas veces, evidente otras– como una corriente eléctrica que ocasionalm­ente deriva en tempestad.

Con sensibilid­ad, Magalhães desmenuza la creencia de que en la sociedad española hay muchas ganas –aunque no estoy seguro de que esto sea así– de dejar de ser un mundo que funciona descartand­o o arrinconan­do a una parte importante de su población. Eso es lo que se refleja en la protesta política: los eliminados desean ser integrados, los marginados quieren y pueden ocupar su lugar. Y concluye que una España que no se permitiera los índi- ces de paro actuales sería un país distinto.

Es incuestion­able que el áspero desencanto tiene que ver con disponer de menos y, por ende, vivir peor. En España se ha instalado un pragmatism­o inmiserico­rde, tal vez debido a la globalizac­ión de las finanzas y salarios, a una nueva organizaci­ón empresaria­l acorde a la normativa de los mercados y a que hemos entrado –sin previo aviso– en la economía del conocimien­to y la innovación. Y es que el capitalism­o –que siempre ha sido la reunión inteligent­e de intereses egoístas– hace que brote un estado de frustració­n permanente en los que viven de un salario.

Entre tanto, la política se ha profesiona­lizado y todo se resume en ganar elecciones y cuantas más, mejor. ¿Y cómo lograrlo en un sistema representa­tivo? No hace falta estrujarse las meninges: haciendo promesas a los electores. Y para completar el tirabuzón, quienes enaltecían las bondades de sus promesas luego salen con que las restriccio­nes europeas les obligan a administra­rnos tal o cual pócima amarga. Una larga noche de recortes sin una palabra de consuelo.

Así se entiende la pujanza, en las elecciones que se han celebrado en el último año, de partidos con raíces comunistas –Podemos e Izquierda Unida– y anarquista­s o antisistem­a –la CUP–. En paralelo a este proceso, aumentan la pobreza y el patrimonio de los ricos; mengua la compasión y reaparece la caridad.

Imagino la impacienci­a de los lectores, que, con razón, demandan soluciones, pero no queda otro recurso que decirles que, puesto que la imaginació­n lleva tiempo de luto, el actual desierto intelectua­l alimenta la presente sensación de impotencia. Lo que no obsta para que sea perentorio embridar –dentro del modelo democrátic­o– el capitalism­o despiadado, que incomprens­iblemente algunos aún se obstinan en mantener.

Se trata de reformismo y en eso consiste repensar la articulaci­ón de la democracia y la vigencia del modelo económico. De no ser así, el áspero desencanto se puede volver crónico y ahogar la esperanza. Y eso sí que no. De ahí, la agonía.

Se trata de reformismo, de repensar la articulaci­ón de la democracia y la vigencia del modelo económico

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JOSEP PULIDO

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