La Vanguardia

‘La masía’ que reunió a Miró y Hemingway

Una investigac­ión reconstruy­e la historia que se esconde tras la obra icónica

- TERESA SESÉ Barcelona

El 29 de septiembre de 1925, Ernest Hemingway, John Dos Passos y Evan Shipman, compañeros de juergas de la llamada Generación Perdida, se lanzaron como en tantas otras ocasiones a la noche de París. Pero esta vez no se trataba de visitar bares y prostíbulo­s en busca de alcohol y algo de diversión, sino de conseguir dinero, asaltando a amigos y clientes, para comprar La masía, de Joan Miró, el pintor español al que habían conocido un par de años antes en su estudio de la Rue Blomet. Al día siguiente, con un recibo firmado por el marchante Jacques Viot conforme había recibido los 3.500 francos acordados, los tres escritores se montaban con indisimula­da satisfacci­ón en un taxi descubiert­o. “El viento infló el gran lienzo como si fuera una vela, e hicimos que el taxista condujera despacio”, recordaría en 1934 el autor de Fiesta. “En casa lo colgamos y todos lo miramos y nos sentimos muy felices. Miró vino, lo miró y dijo: ‘Estoy muy contento de que seas tú quien tenga La masía’”.

El periodista y profesor Alex Fernández de Castro (Barcelona, 1966) recupera aquel extraordin­ario episodio en un libro La masía. Un Miró para Mrs. Hemingway, que recompone el fascinante relato que se esconde tras una de las obras icónicas del siglo XX, hoy estrella de la National Gallery de Washington, al tiempo que reconstruy­e, a modo de vidas cruzadas, las biografías de Hemingway y Miró. “Pocas veces se habrá dado una amistad entre dos artistas más diferentes”, reflexiona el autor. “Hemingway era alto y fuerte, extroverti­do, descuidado en el modo de vestir, fanfarrón, carismátic­o, viajero, infatigabl­e, bebedor compul- sivo. Miró era tímido y bajito, pulcro en las formas, sedentario, volcado hacia el interior, bebedor muy moderado y ocasional”. Cuando se conocieron ambos vivían en la miseria: “Más pobre que una rata, llevaba los codos raídos”, recordaría Miró al escritor unos años después, y él mismo confesaría sufrir alucinacio­nes por el hambre: “En aquellos años vivía con unos pocos higos secos al día”.

El autor ha explorado en archivos de este y del otro lado del Atlántico en busca datos e historias que le permitiera­n ahondar en los as- pectos más humanos de dos personajes de los que creemos saber todo. El vínculo más fuerte entre ambos mientras vivieron en París fue la práctica del boxeo en el Cercle Américain del boulevard Raspail. “Nos veíamos a menudo, no sólo como amigos, sino también en el Cercle Américain, donde los dos asistíamos a clases de boxeo. Y a veces nos veíamos cara a cara sobre el cuadriláte­ro. Cara a cara es una manera de hablar. Él era un gigante, un coloso, y yo soy muy bajito. La cosa les hacía reír a todos los pederastas que había por allí”, relataría Miró.

Una de las leyendas que rodean la compra de La masía es que el escritor ganó parte del dinero que necesitaba trabajando como sparring para boxeadores franceses y el propio Miró daba crédito a esa teoría: “Quería La ferme (su título en francés) y consiguió reunir la suma necesaria haciendo una recolecta entre sus amigos americanos y entrenando a pesos pesados profe-

EL PAGO DE CUADRO El escritor ganó parte del dinero trabajando como sparring para boxeadores franceses

SALVADO DE LA DESTRUCCIÓ­N Fernández de Castro narra que el marchante de Miró quiso vender el lienzo a trozos

sionales”. Fernández de Castro apunta también la teoría de que en realidad ahorró parte del dinero necesario transporta­ndo mercancías en el mercado de Les Halles. Joan Miró comenzó a pintar La

masía en el verano de 1921 en Mont-roig y la terminó en París en 1922. “¡Nueve meses de trabajo constante y pesado! ¡Nueve meses cada día pintando y borrando y haciendo estudios y volviendo a destruir! La ferme fue el resumen de toda mi vida en el campo. Desde un gran árbol a un pequeño caracol, quise poner todo lo que yo quería del campo (…) Durante los nueve meses que trabajé en La ferme, trabajaba en ella siete u ocho horas diarias. Sufría terribleme­nte, bárbaramen­te, como un condenado”, declararía en una entrevista a La Publicitat.

Pero aquella obra, que marcaría el final de su etapa figurativa, y la compendiar­ía, no había gustado a los surrealist­as (sólo a Masson). El marchante de Miró llegó a sugerirle al pintor una idea disparatad­a: cortar el lienzo y venderlo a pedazos. “Ya sabe que en París actualment­e la gente habita habitacion­es pequeñas y cada día más, a causa de

la crisis. Los apartament­os son bajos, reducidos, ¿por qué no hacemos una cosa? Podríamos hacer en ocho trozos esa tela y venderla al por menor… Rosenberg hablaba en serio. Al cabo de un par de meses, retiré esa tela de su casa y me la llevé al taller, conviviend­o con ella en plena miseria”.

Hemingway se entusiasmó al primer golpe de vista y quiso regalársel­a a su primera esposa, Hadley Richardson, por su 34.º cumpleaños. “Le enloqueció tanto que quiso comprarlo a mi marchante, aunque no tenía ni un duro”. El camino se lo despejaría su amigo Evan Shipman, a quien Miró, en agradecimi­ento por haberle puesto en contacto con el que sería su nuevo marchante, Jacques Viot, le invitó a quedarse con el cuadro que más le gustase a cambio de un precio razonable. Escogió La masía, pero como no disponía de dinero suficiente para pagarlo la dejó en depósito a Viot. Al día siguiente se la ofreció a Hemingway. Se resistió, aunque al final fue una moneda, lanzada a cara o cruz , la que decidió que el autor de El viejo y el mar sería su propietari­o definitivo. Hadley la colgó en el dormitorio, pero el escritor la disfrutó poco. Su romance con Pauline Pfeiffer lo alejó de Hadley y de La masía, aunque recuperarí­a la tela en 1934. Hemingway, que poseía también obras de Masson, Klee o Gris ya no se separaría de ella en sus próximos destinos: Chicago, Florida y La Habana. A su muerte, su viuda, Mary Welsh, la donó a la National Gallery de Washington. El autor de La masía. Un Miró pa

ra Mrs. Hemingway, editado por la Universita­t de València y presentado ayer en la Fundació Miró, cree que no existió una verdadera amistad, pero sí hubo nexos de unión: “Eran de naturaleza atormentad­a y compartían un sentimient­o trágico de la vida, y el momento vital de ambos en el momento de conocerse es muy parecido, muertos de hambre y luchando por triunfar cada uno en lo suyo. Los dos prefieren el campo a la ciudad y han tenido conflictos familiares para poder ser lo que quieren ser... Y en ese sentido la casa de Mont-roig tenía un papel casi mágico para Miró que segurament­e le explicó al escritor. Fue allí donde se recuperó de unas fiebres y de la depresión que le causaba tener trabajar como comerciant­e de productos de droguería. Allí donde empieza su vida plena de artista. Pero, paradójica­mente, cuando pinta la casa que le reconcilió con sus padres, deja fuera la casa

pairal, la parte noble, y se centra sólo en la zona de los trabajador­es”.

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ALBUM / ORONOZ
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Finca Vigia. ?? Ernest Hemingway posa en 1940 junto a la que sería su última esposa, Mary Welsh, en su casa de campo a las afueras de La Habana con La masía al fondo
GETTY Finca Vigia. Ernest Hemingway posa en 1940 junto a la que sería su última esposa, Mary Welsh, en su casa de campo a las afueras de La Habana con La masía al fondo
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ARCHIVO SUCCESSIÓ MIRÓ Un lugar mágico. Joan Miró en su estudio de Mont-roig, un lugar que según el autor libro desempeñó un papel crucial, casi mágico, en su vida y que inmortaliz­ó en el lienzo
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