Dilemas de barrio pijo
Muchas sucursales bancarias cierran sus puertas por la noche para que nadie las convierta en dormitorios improvisados. Consecuencia: las que siguen solidariamente abiertas están muy solicitadas y es habitual que cuando fuera del horario de atención al público alguien quiere sacar dinero del cajero o realizar cualquier otra operación, se encuentre a personas durmiendo allí. Digo personas porque es lo que son, por más eufemismos que nos inventemos. Pues bien: nunca había visto a tantas personas mendigando y durmiendo en la calle como ahora. “Eso es porque vives en un barrio pijo”, me suelen decir cuando se me ocurre comentarlo. Manifestar inquietud por el aumento de la pobreza se considera una reacción de asqueroso burgués privilegiado. Eso no impide que cuando por la noche paso por delante del cajero y veo a la mujer durmiendo (con la mochila como almohada), la compadezca de verdad. Cuando alguien se acerca con la intención de sacar dinero, las reacciones son diversas. Hay personas que, al verla, se van, no se sabe si por prevención o por respeto. Y las hay que actúan “como si no hubiera nadie”.
El otro día, temprano, entramos dos personas a la sucursal y cada una se situó ante su cajero. Sorprendido, observé que procurábamos no hacer ruido para no despertar a la mujer dormida. Tuve dudas sobre si actuar con esa aparente normalidad era una falta de respeto o al revés. ¿Habría sido más decente despertarla y darle dinero? No deja de resulta incómodo (para ambos) sacar dinero delante de alguien que no tiene donde dormir. Y me imagino que en algunos casos incluso influirá en la cantidad de dinero que se acaba sacando, como si excederse en el reintegro contribuyera a agravar el abismo entre pobres y ricos. El escenario del dilema, además, tiene carga metafórica y es fácil imaginar a un director de escena provocador situando una ópera clásica en este marco de contrastes, con la opulencia de los cajeros convertidos en símbolos de la robotización capitalista, y la persona que se refugia en el vestíbulo en el banco porque sabe que allí hay cámaras y estará más protegida que en la calle. Por la mañana, cuando el barrio se pone en marcha, la luz de día hace que la imagen resulte aún más dura (sobre todo para ella). Una persona durmiendo en el vestíbulo de un banco, rodeada de carteles eufóricos que prometen un plasma gigante si domicilias tu nómina o que jalean un carnet generacional, impacta. Pero algo debe estar pasando para que, a las ocho, ya haya, en pocos metros, una persona durmiendo en el banco y, justo delante, en la puerta de la iglesia, tres más mendigando; y, en la otra esquina, un vendedor (parado) de pañuelos de papel y, en la otra, dos más con su vaso vacío y su cartel escrito a mano. Claro que la culpa quizás sea de los pijos que vivimos en el barrio. Y ha corrido la voz porque ahora ha aparecido un grupo de jóvenes que te interpelan para que hagas un donativo equivalente a “un plato de comida al mes” para una ONG. Y si les dices que no, te miran como si fueras una apestosa rata de La Casta. Y entonces tienes que plantearte otro dilema: si sentirte culpable por el hecho de sentirte culpable o por no sentirte culpable.
No deja de ser incómodo (para ambos) sacar dinero delante de alguien que no tiene donde dormir