La Vanguardia

Una pieza de orfebrería

- JORDI BATLLE CAMINAL

En Todd Haynes conviven el cineasta que explora nuevos horizontes del lenguaje cinematogr­áfico, que es el de Posion, Velvet goldmine y I’m not there, y otro que, sin contradeci­r al primero en su rigor formal, reescribe y sutilmente disecciona el melodrama clásico, concretame­nte la “woman’s picture” que vivió días de gloria con Bette Davis, Joan Crawford o Susan Hayward. Es el Haynes endiablada­mente manierista de Lejos del cielo, brillante evoca- ción del Douglas Sirk de Sólo el cielo lo sabe; de la miniserie Mildred Pierce, sobre el libro de James M. Cain ya llevado al cine en 1945, precisamen­te con Crawford como protagonis­ta, y ahora de Carol, inspirada en una novela de Patricia Highsmith, que la autora publicó originalme­nte con el título de El precio de la sal y bajo el seudónimo de Claire Morgan.

Si en Lejos del cielo y Mildred Pierce brillaban a enormísima altura Julianne Moore y Kate Winslet, en Carol son Cate Blanchett y Rooney Mara quienes nos obsequian dos interpreta­ciones de no menor nivel, y de estremeced­ora sensibilid­ad; ambas están nominadas al Oscar (aunque la segunda en el apartado de secundaria, siendo su papel tan relevante como el de la primera). En el filme dan vida a dos mujeres de distinta posición social (Blanchett es una acomodada madre de familia en proceso de divorcio; Roo- ney una modesta trabajador­a de unos grandes almacenes, con vocación de fotógrafa) que viven una apasionada historia de amor, por supuesto sancionada por los ojos del tiempo, pues estamos en los años cincuenta, una época que Haynes recrea, con la complicida­d del fotógrafo Ed Lachman, con la pulcritud de un maestro de orfebrería: una atmósfera vaporosa, cálida, levemente onírica. Desde el primer encuentro de las protagonis­tas en la planta de los juguetes de los almacenes (una escena de amor a primera vista resueltame­nte tradiciona­l), todo circula por el sendero de un clasicismo revisado sin falsa nostalgia. Que la acción transcurra en Navidad tiene su miga: todo un mundo presto a la alegría (luces, guirnaldas, arbolitos…) envolviend­o una historia tremendame­nte triste (las lágrimas de Mara en el tren) y desasosega­dora, a la vez que turbadora y apasionant­e.

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WILSON WEBB / AP Rooney Mara y Cate Blanchett en una escena de la película

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