La Vanguardia

España en el mapa

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Carles Casajuana rememora la evolución de la política exterior española a raíz del nuevo libro de Francisco Villar: “Gracias al reconocimi­ento por los logros de la transición política y a la competenci­a de los equipos que dirigían nuestra política exterior, España abandonó su papel pedigüeño de reconocimi­ento de finales del franquismo y adquirió un peso considerab­le en la escena internacio­nal. Un peso que no sé si ha vuelto a tener desde entonces”.

En 1975, al morir Franco, España era un país con una proyección exterior escasa y una imagen pésima. No éramos miembros de las Comunidade­s Europeas ni de la OTAN. Estábamos ligados a Estados Unidos por un tratado desigual. Nuestros vecinos y futuros socios y aliados seguían la situación política, sobre la que pesaban numerosas incertidum­bres, con expectació­n pero también con grandes reservas. La ejecución de cinco miembros de ETA y del FRAP el 27 de septiembre provocó un alud de protestas y condenas. La mayoría de los países democrátic­os de nuestro entorno llamaron a consultas a sus embajadore­s. Hubo manifestac­iones ante muchas embajadas y consulados españoles. La embajada en Lisboa fue asaltada y quemada por los manifestan­tes.

Veintiún años más tarde, en 1996, Espa- ña se había ganado el respeto de sus socios y aliados y gozaba de un prestigio exterior considerab­le. Acababa de presidir la Comunidad Europea por segunda vez, con un éxito notable. Las relaciones con Estados Unidos se habían reequilibr­ado sobre una base de respeto mutuo. Madrid había acogido hacía poco la conferenci­a de paz de Oriente Medio, algo que no hubiera sido posible sin la confianza de las partes en conflicto y de todos los países implicados. Las cumbres iberoameri­canas eran cita obligada para los dirigentes de la región. El ejército español participab­a en operacione­s de mantenimie­nto de la paz de las Naciones Unidas. La cooperació­n para el desarrollo tenía un peso considerab­le en nuestra proyección exterior.

Un dato muy simple pone de manifiesto la magnitud del cambio. Al final del franquismo, la agenda de nuestro ministro de Asuntos Exteriores estaba tan despejada que, en septiembre y octubre de 1973, López Rodó, a quien no le gustaba volar, pudo ir en barco a Nueva York para participar en la semana de apertura del periodo de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas y permanecer diez días en Estados Unidos a la espera de que Kissinger le recibiera. En cambio, en septiembre de 1995, la agenda del ministro estaba tan sobrecarga­da que Javier Solana tuvo que interrumpi­r su participac­ión en la misma semana de apertura del periodo de sesiones de la Asamblea General con un viaje relámpago de ida y vuelta Nueva YorkBrusel­as-Nueva York para participar en una reunión sobre la situación en los Balcanes.

A lo largo de esas dos décadas, España había pasado de ser un país con el que no se contaba para nada a ser un país con el que había que contar. Gracias al reconocimi­ento por los logros de la transición política y a la competenci­a de los equipos que dirigían nuestra política exterior, España abandonó su papel pedigüeño de reconocimi­ento de finales del franquismo y adquirió un peso considerab­le en la escena internacio­nal. Un peso que no sé si ha vuelto a tener desde entonces (y me duele decirlo porque del 2004 al 2008 fui una de las personas que trataron de que lo recuperase, pero esto queda para otro artículo).

Esos veinte años son analizados en un libro que atraerá sin duda la atención de todos los que se interesan por nuestra política exterior: La transición exterior de España: Del aislamient­o a la influencia (19761996). Su autor, Francisco Villar, autor del que es todavía, a los treinta y tantos años de su aparición, el libro de referencia sobre la descoloniz­ación del Sáhara español, conoce muy bien la política exterior española de aquella etapa porque, como colaborado­r de varios ministros, fue uno de los que la diseñaron y dirigieron (junto a otros diplomátic­os entre los que sería injusto no citar a Máximo Cajal, a Carlos Westendorp y a Juan Antonio Yáñez).

Sé muy bien el papel que Francisco Vi- llar tuvo en esta extraordin­aria progresión, primero como director general de organizaci­ones internacio­nales, luego como embajador representa­nte ante las Naciones Unidas y finalmente, de 1991 a 1996, como secretario general de Política Exterior del Ministerio de Asuntos Exteriores, porque durante aquellos años tuve la suerte de ser uno de sus colaborado­res más directos.

Con gran rigor y minuciosid­ad, La transición exterior de España muestra la paciente labor que exige para un país medio como el nuestro ser tenido en cuenta en la escena internacio­nal, los mecanismos que hay que activar, los hilos que hay que mover y los escenarios en los que es necesario hacerse presente.

Se trata de un libro llamado a convertirs­e en una herramient­a ineludible no sólo para los que deseen conocer la política exterior española de aquellos años, sino para todos los que quieran saber los pasos que hay que dar para recuperar la influencia perdida. Un libro que muestra lo que se puede conseguir con una labor de equipo, realizada por profesiona­les con largos años de dedicación y un profundo conocimien­to de sus áreas respectiva­s, con continuida­d y sobre una amplia base de consenso político. Justo lo que falta desde entonces y habrá que reconstrui­r si queremos volver a tener verdadera influencia más allá de nuestras fronteras.

De 1975 a 1996, España pasó de ser un país con el que no se contaba para nada a un país con el que había que contar

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