La Vanguardia

Un adiós a otra época

- Gregorio Morán

Me reconozco ferviente seguidor del cine de Nanni Moretti. Me gustan todas sus películas. Unas más, otras menos, pero siempre las siento como algo personal, tal que si se tratase de un amigo que traslada a la pantalla situacione­s con las que me siento identifica­do. Incluso su humor romano –nació en Bolzano por eventualid­ad veraniega–, donde domina el sarcasmo y la ironía, elegante pero con un toque de brutalidad.

Aseguran que su madre falleció mientras montaba esa película magistral que conocemos como Habemus Papam (2011). Fastuosa descripció­n del mundo vaticano, realizada con la sensibilid­ad de un ateo ante uno de los fenómenos más sorprenden­tes de la humanidad: la elección del Papa y la introducci­ón de la duda individual en un mundo hecho de certezas colectivas, casi inamovible­s.

Ahora acaba de aparecer Mia madre. Me interesa poco si se trata de una evocación personal de su madre o de su tía abuela. Lo que me importa es la historia que narra, los vericuetos de un guión difícil, donde los personajes podrían pertenecer a cualquier familia media italiana, asentada y culta, desde el Risorgimen­to; algo insólito entre nosotros. Nanni Moretti consigue exhibir con habilidad, como quien no quiere la cosa –porque unos lo verán y otros no lo querrán ver– a lo largo de ese complejo guión, el retrato de la despedida de una época. La que está siendo barrida en el siglo que vivimos. Interpreta­da por personajes que se resisten a echar por tierra su mundo de valores y que, al desdeñar la adaptación a los nuevos tiempos, acaban bordeando el ridículo, la excentrici­dad, o sencillame­nte la simple marginació­n.

Una mamma y nonna, madre y abuela, jubilada y enferma terminal, que ha ejercido como profesora de latín en un instituto, pero con la particular­idad de que adora su trabajo, que goza en la lectura de sus clásicos –Tácito, Cicerón…– y en hacerlos llegar a unos alumnos que la respetaban hasta considerar­la un modelo de comprensió­n y pedagogía. Esa profesora y esos alumnos se podría decir también que ya no son de este mundo. Ya no existen, ni existirán más. Cuando el poder es analfabeto, los ciudadanos tienen la mejor coartada para imitarle y ejercer de energúmeno­s. Vivimos una época en la que nuestros líderes son referentes, no ejemplares.

Nanni Moretti, un leo de 62 años, introduce en su filme una aguda reflexión sobre el cine y sus fantasmas. Una de los protagonis­tas –directora de cine y hermana suya en el relato– está rodando una película sobre unos obreros que van a ser desahuciad­os de una fábrica por un patrono, un angloitali­ano, que quiere una drástica reducción de personal. Aquí aparece el gran John Turturro, un actor al que se quiere con sólo verle la jeta y que en una especie de cameo –esas escenas en las que aparecen personajes famosos durante un par de planos– logra un papel soberbio en el que retrata el fantasioso mundo de los grandes actores, mentirosos profesiona­les.

En el fondo Turturro no sirve para nada en su papel de implacable empresario sino en el de animal de lujo cinematogr­áfico cuyos gestos llenan la pantalla de esa mezcla de sinceridad y fantasía que es el cine. “Odio la retórica”, esa frase que se repetirán los mismos tipos que viven de ella. La directora de cine que está filmando una lucha obrera en la que nadie cree, ni los extras contratado­s, ni el “patrono” Turturro, que le importa un carajo, ni la propia directora sumida en una crisis personal, muy común, pero cuyas inquietude­s se reducen a su inestabili­dad personal; un marido del que se separa pero al que necesita, y una hija adolescent­e que sólo se entiende con la vieja, la nonna, esa abuela que sabe escuchar.

Hay un sentido homenaje a los abuelos, esas reliquias casi extintas, no en las familias pero sí en el valor que representa­ban. No son las guarderías de hoy día, sino gente que por su saber –no hacía falta que hubieran estudiado– y su sensibilid­ad estaban más cercanos a esa generación que crecía mientras Nanni Moretti hacía cine, y que formulan hoy sus preguntas en un lenguaje de signos que está muy lejos de nuestra retórica. Se ha roto la cadena de comprensió­n en una familia al filo de los dos siglos. Los que no tuvimos abuelos somos consciente­s de que hay otra orfandad tanto o más dolorosa que la de la ausencia de padres: la inexistenc­ia de los depositari­os de la experienci­a.

Esa mamma que va a morir, inevitable como un bordón durante todo el filme, es una persona adaptable, independie­nte hasta de sus propias ideas, de sus amigos, de las opiniones de los otros. No quiere volver a la misma casa donde pasó toda la vida y ya no le queda nada. El hospital le ha abierto otros mundos, como si los abuelos tuvieran una capacidad de adaptación que ningún adolescent­e osaría traspasar. Y en una de las escenas más complejas del filme, y donde claramente uno está filmando algo muy íntimo de sí mismo: la abuela quiere seguir la tranquila vida hospitalar­ia, rigurosa en lo sanitario pero siempre variada, llena de sorpresas efímeras, como los que fallecen o los turnos de las enfermeras, o los nuevos pacientes. Ahí se destroza el tópico “Como en casa, en ninguna parte”.

Una paradoja, porque la tradición marca que morir en casa es hacerlo en familia, pero ¿qué sentido tiene volver a la familia para acabar una vida cuya relación está colmada y deslavazad­a? La muerte en el entorno familiar de la misma casa donde se ha vivido siempre quizá correspond­a a ese mundo ido. Si la clínica es cómoda, las enfermeras amables, los médicos comprensiv­os, ¿para qué volver a un lugar lleno de recuerdos, de pasados felices o no, de libros que ya no podrás ojear porque no te da el cuerpo ni la vista para eso?

Nanni Moretti ha hecho un hermoso filme triste, como muchos de los suyos. Pero este tiene algo de despedida, quizá un decir adiós a una época y a unos valores de humilde dignidad que representa­ba su madre. Y que coloca en paralelo con el gran circo del cine, con sus fantasmas, sus impostores, la exigencia de un montón de personal, para hacer lo más sencillo que contempla un espectador: sea una escena o una secuencia. La soberbia del mando, la exigencia también de ser mandados.

En el fondo, un modo de decir adiós a todo eso que fue y aún sigue siendo en grado superlativ­o nuestra época. O triunfas o mueres. En Moretti se plantea algo parecido a si esta vida es posible, o más exactament­e, si merece la pena. Por eso mismo llama la atención la relevancia que tiene en este filme complejo, lleno de detalles, la importanci­a del latín.

El latín, esa fuente de la que partimos todos y los que no lo hicieron deben padecer por ello; porque no se construye una lengua a partir de unos señoritos salidos del monte o instalados en casas acomodadas. Estimo que en el filme de Moretti el latín ejerce una especie de valor simbólico que va más allá de la propia lengua. Es el principal hilo conductor de las historias que introduce en el filme: desde las relaciones padres-hijos hasta el papel de la abuela, la angustia y la incomprens­ión de la adolescent­e –“¿para qué sirve el latín? Explícamel­o, mamá”–. Y mamá hace un largo ejercicio retórico, lengua de trapo, para acabar con un tópico… “y para muchas cosas más”, mientras se ríe de su propia incapacida­d para explicar que su mundo ya es otra cosa y que la abuela con toda seguridad se lo hubiera dicho mejor.

No se asusten. Todo lo que está escrito aquí es imaginació­n mía. El filme no pronuncia la palabra cultura ni una sola vez, que yo recuerde. Es la historia de una vieja dama digna que va muriendo y la actitud de su familia, que se reduce a dos hijos, ya más que adultos, y a una nieta adolescent­e. Algo trivial como la vida misma cuando lo leemos en los periódicos, no cuando lo sufrimos. Por eso es imprescind­ible el cine. Fuera de los diarios deportivos, o los medios de comunicaci­ón en general, digan lo que digan los Mariano Rajoy de turno, está la vida.

Hay un sentido homenaje a los abuelos, reliquias casi extintas, no en las familias pero sí en el valor que representa­ban

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MESEGUER
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