CORONACIONES
Hay personajes de la actualidad que no son caducifolios –lo más habitual en el reino del papel prensa y el couché– sino perennes, condición esquiva a la especie humana. Personajes como la reina de Inglaterra, Isabel II, que cuando despertamos en 1953 ya estaba ahí. Y sigue. El 2 de junio de aquel año era coronada bajo un cielo cubierto de nubes y un frío intenso, como sólo puede pasar en Inglaterra en tales fechas. El acto fue “uno de los más extraordinarios espectáculos del mundo entero”, en palabras de nuestro corresponsal Santiago Nadal, quien no podía evitar referirse a las estampas de “cuento de hadas” que pasaban ante sus ojos, propiciadas por la corte de los Windsor actuando en todo su esplendor. Tenía sólo 27 años, Isabel. Una jovencísima reina. Hoy, a punto de cumplir los 90, es la abuela de todas las testas coronadas, y sin ninguna intención de pasar a la reserva. Tiene buenos genes: su madre vivió 101 años. Carlos puede esperar.
Ese mismo día se conoció en Inglaterra y en el mundo otra memorable coronación.
La del monte Everest, que llevó a cabo un súbdito de Su Majestad de la Commonwealth, el neozelandés Edmund Hillary. El exitoso asalto final a la cumbre más alta del mundo se había logrado el 29 de mayo a las 11.30, pero como entonces no había WhatsApp no se conoció en las redacciones occidentales hasta el 2 de junio. Un regalo de coronación insuperable, relataron con placer los medios más fidelísimos. La generosidad de Hillary hizo que el nombre del sherpa que lo acompañó, el nepalí Tenzing Norgay, pasara a la historia en igualdad de condiciones con el suyo, dejando de lado prejuicios coloniales. Y mientras unos llegaban a la cima, otros la abandonaban para siempre. Iósif Stalin, el dictador sanguinario que transformó una revolución en un régimen abrumadoramente dictatorial, acababa sus días. Lo hizo de muerte natural, tras fallarle el corazón, a él que llevó a un final prematuro no a cientos ni a miles, sino a millones de compatriotas soviéticos. Ocurrió en un día de crudo invierno, el 6 de marzo, algo seguramente muy lógico. Porque el legado estalinista era un gélido peaje que enfrió el corazón rojo.