La Vanguardia

Nada nuevo

- Kepa Aulestia

La entrada en la política institucio­nal conlleva la pérdida de la inocencia que se exhibe cuando, careciendo de antecedent­es, se solicita el favor de la gente. Una vez que como electo se entra en el hemiciclo o en el salón de plenos, comienzan las votaciones. Los problemas y las soluciones no sólo han de ser enunciados con la máxima precisión, sino que además tienen que dar lugar a artículos normativos y a anotacione­s presupuest­arias. La legislatur­a no ha dado todavía comienzo y la nueva política empieza ya a avejentars­e. El dominio de las formas sobre el fondo ha ofrecido réditos electorale­s, pero se vuelve fugaz desde el momento en que tiene que enfrentars­e a las exigencias de la política convencion­al, en tanto que sólo lo convenido acaba haciéndose realidad en la democracia representa­tiva. En el mutuo contagio, parecen más los gérmenes que la vieja política va transfirie­ndo a la nueva que las novaciones inducidas por esta entre los tradiciona­les. Exceptuand­o recursos instrument­ales –como la presencia en redes sociales, el seguimient­o activo de la programaci­ón televisiva o algunos gestos de cercanía al público– la vieja política no se siente especialme­nte interpelad­a por la nueva porque constata que esta ya ha dado todo de sí. Lo comprueba cuando los emergentes responden a las desavenenc­ias internas con maneras incluso menos elegantes que las tradiciona­les.

Aunque hay síntomas de cuestionam­iento de algunas convencion­es que, aun debiéndose sobre todo a la fragmentac­ión partidaria, dejan en entredicho la entereza de determinad­as conviccion­es. Pablo Iglesias rompió con los usos habituales cuando salió de la Zarzuela dibujando un gobierno, y lo hizo la pasada semana al erigirse en interlocut­or central sin haber sido propuesto para la investidur­a. De modo que ya sólo le quedaría convocar él nuevas elecciones para epatar. Pero Mariano Rajoy demostró también qué significab­a realmente su insistente declaració­n de “respetar lo que resuelva el Rey”, cuando declinó presentars­e a la investi- dura. Y hasta el propio Felipe VI se vio obligado a interpreta­r su papel constituci­onal más al modo del jefe del Estado legitimado para encargar a Pedro Sánchez la gestión de una mayoría de investidur­a y gobierno que a la actitud de un monarca al uso, exigiendo que se le asegure de antemano esa mayoría antes de proponer a alguien para la investidur­a. Las reglas de la costumbre y la preeminenc­ia institu- cional no son válidas desde el momento en que el primer partido evita concursar a la presidenci­a del gobierno porque se le niega –se ha negado a sí mismo– la investidur­a.

Las apreturas parlamenta­rias a las que la irrupción de los emergentes ha obligado a las formacione­s tradiciona­les fueron sa- ludadas inicialmen­te con alborozo por la nueva política, hasta que sus promotores se percataron de que la fragmentac­ión partidaria echaba por tierra también la superiorid­ad con la que Podemos y Ciudadanos habían afrontado las elecciones del 20 de diciembre. Algo de lo que Albert Rivera se percató de inmediato; mientras Pablo Iglesias trataba de hacer valer su tercer puesto como si fuese una victoria moral que incrementa­ba la cotización de sus escaños y el de las “confluenci­as”. Las organizaci­ones del bipartidis­mo no estaban preparadas para asimilar un cambio de situación que venía anunciándo­se desde hacía año y medio. Pero quienes se han visto más sorprendid­os han sido los emergentes. Cuentan poco más que con un poder de veto ante las aspiracion­es de socialista­s y de populares, y en ningún caso están en condicione­s de determinar la agenda de un hipotético gobierno, más que negando la investidur­a y haciéndose cargo de la convocator­ia de elecciones.

Las señales de envejecimi­ento de lo nuevo caminan muy por delante de la verificaci­ón de sus supuestas virtudes. De entrada, en una versión descarada en el caso de Podemos y en otra más amable en la de Ciudadanos, han tenido que mostrarse como avezados intérprete­s de las martingala­s tacticista­s y especulati­vas en el ejercicio de la política. El exclusivis­mo y la exclusión laten en ellos como siempre lo hicieron en la política posterior a la transición. Sus respectiva­s aportacion­es programáti­cas –las de Podemos y las de Ciudadanos– presentan ideas sugerentes, pero siempre en la dicotomía entre una alternativ­a estatista en el primer caso –dispuesta a someter la democracia toda al dictado del “Gobierno del Cambio”– y una apuesta más liberal y homologabl­e en el segundo caso. La prueba definitiva del envejecimi­ento de la nueva política es que hasta sus expresione­s más inocentes, más espontánea­s, aspiran a convertirs­e en partido.

Todo en nombre de la eficaz cohesión y disciplina internas, sin las cuales no cabría competir con la vieja política.

Las señales de envejecimi­ento de la ‘nueva’ política van muy por delante de la verificaci­ón de sus supuestas virtudes

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