Te amo con locura
Acomienzos de los 80, cuando todo el mundo, hablara de lo que hablara, usaba el término “posmodernidad”, Umberto Eco escribió El nombre de la rosa y encarnó esta palabra en una novela. Poco después, publicó unas Postillas para explicar cómo y por qué la había escrito. Es allí donde, al caracterizar la actitud posmoderna, habla del problema con que puede encontrarse un hombre que ama a una mujer cuando quiere decirle “te amo con locura”. La dificultad sería esta: Él sabe que ella sabe (y que ella sabe que él sabe) que frases como esta aparecen en novelas románticas como las de Corín Tellado. ¿Cómo puede evitarse, entonces, sin recurrir al silencio, la falsa inocencia? Eco apuntaba una solución. El hombre puede decir a la mujer: “Como diría Corín Tellado, te amo con locura”. Se podría pensar que huir de la inocencia para caer en la pedantería no es la mejor manera de evitar el ridículo. Pero el autor de El segundo diario mínimo, que, en función del argumento, quería hacer ver la ironía donde otros habrían visto ostentación de saber, pasaba por alto esta posible objeción. Le interesaba subrayar que, si la mujer entraba en el juego, habría acabado recibiendo una declaración de amor sin menoscabo de la sombra que el pasado proyecta sobre el mundo de las cosas que se pueden decir o callar.
Convertir los enunciados del pasado en citas también podía ser, según Eco, una
Umberto Eco decía que siempre hay quien toma el discurso irónico como si fuera serio
manera de salir del callejón sin salida donde habían llegado la literatura y el arte de vanguardia. Si ya no se podía ir más allá, había la posibilidad de “volver a visitar el pasado sin ingenuidad, con ironía”. Pero el discurso irónico es, como apuntaba él mismo, un discurso muy peculiar. “Siempre hay quien toma el discurso irónico como si fuera serio”. Esto, que suele verse como un inconveniente, fue visto por el escritor piamontés como una buena oportunidad de convertirse en un autor de lo que entonces se denominó “best sellers de calidad”. A diferencia de los juegos elitistas modernos, que eran rechazados por quienes no los entendían, el juego de la ironía posmoderna, que cuando se juega literariamente se ahorra la pedantería de citar las fuentes, podía ser aceptado incluso por aquellos, la inmensa mayoría, que no percibían que se trataba de un juego ni cuando se ofrecía como tal. Y Eco, que llevaba años jugando deliciosamente a otras cosas, decidió jugarlo de una manera característica, mirando de convertir el discurso de la ironía intertextual en un discurso alegórico, con una doble codificación que permitiera una lectura para los lectores sofisticados y cómplices, capaces de reconocer las citas y las referencias tácitas del autor, y una lectura para los lectores corrientes, incapaces de percibirlas. Evidentemente, Eco no se inventó la alegoría. Lo que proponía también era una cita. En el siglo III, Orígenes ya hablaba de la “doble dicción” de la Biblia y halagaba a Moisés por haber conciliado la cultura de masas y la alta cultura dirigiéndose en un solo texto a los rudos, a quienes aprovechaba el sentido literal, y a los sabios, que la interpretaban alegóricamente.