Obama presenta su último plan para cerrar Guantánamo
El presidente de EE.UU. esgrime ahora un ahorro anual de 85 millones de dólares
Barack Obama no quiere dejar la Casa Blanca sin cumplir una de sus promesas. Ayer presentó un plan para reubicar a los 91 presos de Guantánamo, al que los republicanos se oponen.
Visto que no funciona ni la política, ni la ética, ni la estética –que Estados Unidos es el adalid de la democracia se lo pasan no pocos por el forro–, el presidente Barack Obama introdujo ayer una variación en su discurso para tratar de convencer al Congreso, en su último intento, de cerrar la cárcel ilegal de Guantánamo, en la isla de Cuba.
Más allá de la decencia –“mantener abierta esa instalación se opone a nuestros valores”–, la desinformación –“ese lugar no ha supuesto avances en nuestra seguridad, disgusta a nuestros aliados y es una herramienta de reclutamiento de te- rroristas”–, así como la vergüenza constitucional –“una mancha en nuestro alto estándar de leyes”–, Obama apeló al peso de la billetera en su última apuesta para cerrar ese agujero en la base cubana. En este enclave, presuntos combatientes languidecen sin oportunidad alguna de defender su inocencia o de que se pruebe su culpa en un juicio. Aunque a estas alturas sea un lugar común, la comparecencia del presidente ante la nación resonó a ese famoso eslogan “Es la economía, estúpido”.
El plan entregado al Congreso apunta a un recorrido escaso. Los conservadores rechazan de manera radical modificar la norma que impide el traslado de estos detenidos a territorio estadounidense. El documento del Pentágono subraya que el cierre y la mudanza de los reclusos –91, de los que 35 son susceptibles de ser enviados a otros países– supone un ahorro de 85 millones de dólares anuales. Obama hizo una factura rápida: el gasto extra ascenderá en dos décadas a 1.700 millones.
Sólo en el 2015, 445 millones de los impuestos de los ciudadanos fueron destinados a pagar el coste de este recinto. A más de cuatro millones por encarcelado.
En el redactado se proponen trece posibles sedes por negociar, que se construirían en cárceles de máxima seguridad o bases militares ya existentes. Establecimientos de Kansas, Carolina del Sur y Colorado siempre han dispuesto de más posibilidades. Las obras en cualquier caso ascenderían a entre 290 y 470 millones. Se compensarían pronto, si además se añade que mantener el actual centro requiere de una inversión en reformas de 200 millones.
El plan ofrece negociar al Congreso trece alternativas en EE.UU. , pero los conservadores lo rechazan sin fisuras
Ni por esas. “A nuestra seguridad nacional no se le puede poner precio”, replicó el congresista Mark Meadow, de la rama del Tea Party.
También Ben Carson, aún en la carrera electoral del 2016, descartó ese argumento. “No puedes mirar al dinero si enfrente hay gente que quiere destruirnos”, afirmó. Marco Rubio y Ted Cruz señalaron que no sólo no cerrarían el presidio, sino que lo ampliarían de ganar en noviembre.
A Obama le ha salido un forúnculo en su conciencia, que no deja de ser la conciencia colectiva, y no encuentra bisturí. Al tomar posesión de la Casa Blanca se comprometió a cerrar Guantánamo. A once meses de dejar la residencia presidencial, sus asesores le han desaconsejado adoptar una orden ejecutiva para vaciar ese complejo. Incluso Loretta Lynch, la fiscal general o mi- nistra de Justicia, le dijo que no es legal.
No le ha quedado más remedido que tirar los dados en el tapete de los rivales, que son los que alimentan “el miedo entre los estadounidenses” en caso de que esa cárcel desaparezca. El senador republicano Cory Gardner aseguró que su existencia “es una advertencia contra nuevos ataques”.
Además de apelar a la cartera, pieza clave de la cultura capitalista, Obama trató de tocar la fibra emocional. Recordó que George W. Bush, su antecesor, quiso cerrarlo y que este asunto fue uno de los pocos puntos de coincidencia con John McCain durante la pugna en las elecciones del 2008.
El fin de Guantánamo “cierra un capítulo de nuestra historia” y representa “las lecciones que aprendimos después del 11-S”, sostuvo en sus 17 minutos de discurso. Le flanqueaban el vicepresidente Joe Biden y el secretario de Defensa, Ashton Carter.
“No quiero pasar este problema al siguiente presidente, sea quien sea. Si como nación no podemos tratar esto ahora, ¿cuándo podremos? Pienso que cuando las futuras generaciones miren atrás se preguntarán por qué no estuvimos en el lado correcto de la historia y la justicia, de nuestras mejores tradiciones”.
Reconoció ser consciente de las dificultades, pero por si acaso Paul Ryan, presidente de la Cámara de Representantes, le indicó que su petición iba “contra la ley”. “Revisaremos el plan”, prometió Mitch McConnell, líder republicano en el Senado. Sin embargo le aleccionó: “Desde el momento en que supone traer peligrosos terroristas a EE.UU., ya sabe él que está vigente un acuerdo en contra de eso”.