El vigilante de la nieve
Ciertos teóricos del columnismo defienden que es más fácil escribir un artículo diario que uno a la semana. Yo publico en este periódico cada quince días, y a veces me cuesta elegir un tema porque tengo varios en la cabeza, pero ninguno me parece lo suficientemente sólido. Esta vez no disponía de un asunto claro, pero estaba seguro de que surgiría más de uno: junto con otros tres profesores, debía acompañar a mis alumnos en un viaje a la nieve de cuatro días.
Para mí las estaciones de esquí están asociadas a la literatura: ¡tantas novelas centroeuropeas cuya acción se desarrolla en tan glamurosos parajes! Sin embargo, el recuerdo más punzante que tengo de un relato de ambiente nevoso se titula Los Hartley, y lo publicó John Cheever en The New Yorker el 22 de enero de 1949. Una historia estremecedora, que termina mal: con una pareja que sigue, por una carretera helada, el coche fúnebre en el que viajan los restos de su hija. La niña ha sufrido un accidente mortal en el arrastre de una pista de esquí. Tampoco La classe de neige, de Emmanuel Carrère, resultaría una lectura demasiado tranquilizadora para mi viajecito...
Pasaron los primeros dos días, magníficos, en La Molina, y me sentía como nunca, pero no había dado todavía con el tema para mi artículo. El jueves, para acabar de colorear la hermosa estampa, empezó a nevar: unos copos pequeños y no muy persistentes, que me pusieron de muy buen humor. Debo confesar que yo no esquío: permanecía tras la cristalera de un bar, disfrutando de unas vistas espléndidas, de ese cielo gris que rivaliza con la blancura de las pistas. Una especie de vigilante de la nieve, según título de Gamoneda. Desde mi posición, los diminutos esquiadores eran tragados por ese mismo color neblinoso del cielo y la nieve confundiéndose en la cima.
En el atardecer, holgazaneábamos en el albergue, y uno de los nuestros (¡todos ellos, chicos encantadores!) tocó Stairway to heaven. De repente, vislumbré mi tema en la melodía que iba describiendo la guitarra de Vanessa en las manos de Miquel: sentí que nuestro día de febrero se enlazaba con una noche de julio de hace treinta años, y que los muchachos a nuestro cuidado hacían piña con los que fuimos nosotros. Y entendí cómo la nieve de hoy puede darse cita con las llamas de la hoguera ante la que tocábamos la misma canción, y cómo le alargaba la mano.