Trapitos sucios
La ropa low cost nos sale bastante más cara de lo que cualquier fashion victim podría siquiera llegar a sospechar. Si no directamente a nosotros (que también, aunque nos cueste admitirlo e incluso verlo), sí a todas aquellas personas que malviven a nuestra costa en cualquiera de esos países en los que se fabrica dicho tipo de producto al por mayor. Personas en definitiva que trabajan para los gigantes del sector en unas condiciones laborales que rozan directamente la esclavitud, que hipotecan literalmente su salud por un puñado de dólares, que parecen condenadas de por vida a la miseria, y que saben de mala tinta lo que es crecer al lado de un río cuyas tóxicas aguas bajan teñidas por los colores de la nueva temporada otoño-invierno en Occidente.
De todo ello trató el último Salvados de Jordi Évole, un impactante trabajo de investigación y denuncia sobre la explotación textil y la fast fashion que como relato periodístico tuvo poco de cuento y mucho de moraleja, y que, como si de la retuneada versión protesta del célebre El traje nuevo del emperador se tratara, terminó dejándonos a todos y todas con nuestras consumistas vergüenzas al aire. Imposible ver algo así de sonrojante y no correr hasta el armario ropero a comprobar, etiqueta por etiqueta, cuál es el verdadero origen de toda esa ropa que compramos, acumulamos y a veces ni tan siquiera nos ponemos.
Porque si algo quiso dejar claro Jordi Évole el pasado domingo en su programa, es que más allá de las consabidas malas prácticas empresariales de determinadas marcas de sobra conocidas, y que más allá incluso del interesado silencio de no pocos gobiernos especialmente proclives a eso de la deslocalización industrial, todos y todas somos cómplices en mayor o menor medida de tan insostenible tipo de excesos. Lógicamente, las furibundas críticas al programa no tardaron en llegar, acusando directamente a Évole de ofrecer una información de lo más sesgada, de no contrastar sus “bolivarianas” opiniones, de intentar “catequizarnos” con sus prejuicios ideológicos, de practicar un postureo solidario de cara a la galería, y hasta de vestir esas mismas marcas que tanto dice criticar. Sutiles que son algunos cuando se trata de tirar a dar.
Sin embargo, lo que más le molestó a Jordi (y así lo reflejó en una comentadísima columna publicada casi a renglón seguido) fueron los muchos mensajes que le enviaron sus colegas de profesión elogiando su “valentía” al “atreverse” a emitir un programa en prime time que no dejaba en demasiado buen lugar a algunos de los más importantes anunciantes de su cadena. Lejos de esconder bajo la alfombra sus propias contradicciones o de intentar pasar por alto su más que asumida incoherencia, Évole entonó un apesadumbrado mea culpa al admitir que en el fondo todos somos fashion
victims, y que hay peces que a fuerza de morderse la cola con voraz determinación son por desgracia prácticamente imposibles de pescar de puro escurridizos. No será por capacidad autocrítica. Ni por honradez profesional. Ni porque, a pesar de los pesares, no haya muchos más trapitos sucios que destapar.