La Vanguardia

El espíritu y el fantasma

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Varias entidades empresaria­les de las Españas –entre las que está el Cercle d’Economia– han escrito y difundido una declaració­n “por un gobierno estable” que, en su primer párrafo, demanda “recuperar el espíritu de consenso que presidió la Transición hace cuarenta años”. Estos prohombres escriben Transición con mayúscula, como quien antes escribía Purísima Concepción, para subrayar que transición sólo hay una y las otras –sean segundas o terceras– son sólo imitacione­s. Los próceres de la cosa empresaria­l han dado a conocer sus cavilacion­es el mismo día –el martes– que se cumplían treinta y cinco años del intento de golpe de Estado del 23-F. Hay casualidad­es que las arma el diablo y las desarma la desmemoria. Los buenos patricios quieren influir en la danza invisible de Sánchez y Rivera, pero eligen mal la fecha: junto al espíritu del loado consenso aparece el fantasma de la involución arrastrand­o tricornio y metralleta.

Preguntand­o se va a Roma, decía la abuela. ¿Fue realmente el consenso lo que presidió la transición? ¿O fue el espíritu de la superviven­cia más primaria? ¿O el espíritu de la anestesia? ¿O el espíritu santo de la sociedad de consumo de masas que casaba mal con el Movimiento? Una cosa es que algún político de hoy aspire a imitar la efigie de Adolfo Suárez y otra –muy distinta– es que compremos los fascículos de Cuéntame sin leer los pies de foto y sin derecho a repregunta­r. El consenso fue palabra fetiche y ahí quedó, como los objetos perdidos de los alpinistas que ascienden al Everest. Diríase que, para los de UCD, el consenso fue una forma amable de designar el cúmulo de desconfian­zas, fintas y aproximaci­ones que debían dibujar el perímetro frágil de la reforma política, esa no-ruptura democrátic­a que desembocó en la Constituci­ón del 78. Además, consenso era una manera de prescindir de otra palabra – vintage o camp, como se decía entonces– que algunos añoraban: “concordia”. Ese vocablo era demasiado catalán, demasiado solemne y demasiado de Cambó. Consenso era, en suma, la forma perfecta de ocultar que la transición también tuvo sus muchos muertos (más de 591 entre 1975 y 1983 por violencia política de todo signo, según las investigac­iones de Mariano Sánchez), pero evitó una nueva guerra civil. Los telediario­s mostraban aten- tado tras atentado pero el consenso parecía de duralex. Y los payasos de la tele iban cantando.

No puede recuperars­e el espíritu del consenso de ayer sin que aparezca el fantasma de la democracia orgánica que se añoraba a sí misma, ese espectro que asomaba desde el Exin Castillos del búnker y que, luego, cuando lo de Tejero, trató de volver con guiño posmoderno digno de Umberto Eco. Entre el espíritu de las Navidades centristas y el monstruo de la nostalgia cuartelera, quedó poco espacio para la creativida­d. Uno de esos escasos mo- mentos fue el retorno del president Tarradella­s, brillante operación de Estado que trataba de matar dos pájaros de un tiro: restar protagonis­mo a las izquierdas triunfante­s en Catalunya y dar respuesta controlada a la demanda de autonomía. Como un paracaidis­ta de lujo, el viejo exiliado de Saint-Martin-le-Beau representó su papel en modo De Gaulle. Por su parte, Sánchez-Terán, jefe astuto del Ministerio del Tiempo, abrió la puerta republican­a que estaba maldita y bloqueada. Ese día –como la jornada que Carrillo abrazó la bandera rojigualda– el consenso pudo tocarse y olerse como pan Bimbo sin corteza.

A pesar del éxito que supuso para Suárez la restauraci­ón de la Generalita­t por real decreto y el nombramien­to de Tarradella­s como continuado­r de una legitimida­d que Franco había liquidado, no tardaron en surgir voces críticas con la única jugada de la transición en la que la República regresa con honores de Estado. Leopoldo Calvo-Sotelo, el breve presidente que sucedió a Suárez, escribió en Memoria viva de la transición que “el problema catalán se abordó desde el principio lealmente –aunque quizá también confusamen­te– con el nombramien­to de Tarradella­s, con el Estatuto y en la Constituci­ón”. ¿Fue confusión no esperar a tener un texto constituci­onal para reconocer la existencia del pueblo/ demos catalán? Para Calvo-Sotelo la pregunta importante era otra: “¿Ha recibido la transición política todo el concurso que cabe esperar de Catalunya?”. Eso sí era victimismo.

La operación Tarradella­s fue un gol del Estado a la Catalunya izquierdis­ta y nacionalis­ta, pero se ha convertido –con el paso de los lustros– en un poderoso argumento para el soberanism­o: la nación catalana no surge del pacto del 78, es una realidad previa a la Carta Magna. El ejército aceptó el mal menor y cambió la frase del otro Calvo Sotelo: “Antes autonómica que roja”. Fue una primavera árabe. El historiado­r Agustí Colomines sostiene que “esa pequeña gran ruptura todavía inquieta a la política española y es la fuente de la crisis política e institucio­nal que preside las relaciones entre Catalunya y España”. Antes era el búnker, ahora es el Ibex 35. Por cierto, las diputacion­es vascas no las va a tocar ni Dios, señal de que todavía hay clases.

¿Fue realmente el consenso lo que presidió la transición?; ¿o fue el espíritu de la superviven­cia más primaria?

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JORDI BARBA

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