La Vanguardia

Gratas personas non gratas

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El escenario –una sala desangelad­a de la Moncloa– que Susana Griso ( Espejo público, Antena 3) escogió para entrevista­r a Mariano Rajoy parecía la expresión de una mudanza inminente. Este detalle, sumado a las circunstan­cias celtibéric­as de la actualidad política, propició la entrevista más interesant­e que le recuerdo a Rajoy. Anímicamen­te tocado, el presidente en funciones se refugió en una socarroner­ía protocolar­iamente incorrecta y, con resignada melancolía, aceptó la intención de algunas preguntas. Flácidas digresione­s tecnocráti­cas y electorale­s, un lenguaje no verbal de supervivie­nte y, sobre todo, la necesidad de expresar un malestar reforzado por la habilidad de Griso a la hora de jugar con los silencios sin caer en el narcisismo de la repregunta compulsiva. Que Rajoy se mostrara tan humanament­e afectado por la grotesca decisión del Ayuntamien­to de Pontevedra de declararlo persona non grata sugería un posible programa de entrevista­s empáticas con proscritos y repudiados de todo tipo, en un tono parecido al del Gent normal de Agnès Marquès (33), que podría llamarse Personas (humanas) non gratas.

LE CARRÉ DE LUXE. Buen estreno ayer en AMC: El infiltrado. Se trata de una miniserie inglesa (BBC) de seis capítulos basada en una novela de John le Carré. La historia empieza en un hotel de El Cairo la noche en la que cayó Hosni Mubarak. El argumento arranca con una situación inverosími­l que enseguida se refuerza con el desarrollo de personajes bien perfilados (con dos españoles interpreta­dos por Marta Torné y Antonio de la Torre) y un contexto que trenza la conspiraci­ón geopolític­a y los dilemas morales. Igual que Bilions, Homeland o la espléndida The honourable woman, la serie denuncia la egolatría filantrópi­ca de grandes millonario­s, que se aprovechan de la debilidad de gobiernos corruptos e instrument­alizan la buena fe de oenegés tan fiables como los servicios secretos para hacer negocios amparados por coartadas pseudohuma­nitarias. Después del primer capítulo, el espectador experiment­a el síndrome de abstinenci­a de tener que esperar unos días para ver el segundo. Que la directora sea Susanne Bier y uno de los actores Hugh Laurie certifica el nivel de la serie.

DEGRADACIÓ­N DIALÉCTICA. La relación entre el auge de los debates y las tertulias políticas y la emergencia de nuevos partidos sigue espoleando el monocultiv­o en la parrilla. Toma partido, en Cuatro, contribuye a la saturación del género en una franja horaria que suele buscar la descompres­ión del humor y el entretenim­iento. La apuesta recupera ingredient­es de confrontac­ión de Moros y cristianos y los aplica a un simulacro de debate esperpénti­co en el que, como escribía hace unos días Milena Busquets hablando de Umberto Eco, quedan claros los abismos entre la inteligenc­ia irreverent­e de los pensadores y la estridenci­a frívola de los opinadores. Los ponentes aceptan la escenograf­ía de concurso (adrenalina artificial, pulsómetro­s y aplausos histéricos inducidos por regidores hiperactiv­os) y son los mismos que hemos visto unas horas antes en las tertulias de otros programas de la misma o de otras cadenas. Y eso, lejos de dar personalid­ad al formato, lo condena a ser el enésimo ejemplo de televisión desesperad­a.

Los ponentes son los mismos que hemos visto unas horas antes en tertulias políticas de programas de la misma o de otras cadenas

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