La crisis de los refugiados sacude Arco
Mohamad Karaman es un joven sirio que llegó a España como refugiado político en el 2013. Es estudiante de Ingeniería y confía en poder volver algún día a su país. Ayer estuvo en Arco. Con el torso desnudo, caminando lentamente de espaldas, recorrió durante cuatro horas los dos pabellones de la feria mientras el artista peruano Iván Sikic cubría su cuerpo de láminas doradas.
La crisis de los refugiados se coló inesperadamente en una edición sin demasiados riesgos en la que la realidad más visible es la del mercado. “Me doy por satisfecho si una sola persona se siente afectada por un trauma que sigue empujando a miles de personas a lanzarse al Mediterráneo a sabiendas del peligro”, decía Skic, artista que desde hace un tiempo reside en Australia.
La performance de la galería Luis Adelantado de Valencia, titulada Madrid Chapter, comenzó apenas apaciguado el alboroto que siempre suscita la visita de los Reyes, que ayer inauguraron oficialmente la feria.
Sikic, que anteriormente había realizado otras dos entregas de esta misma serie en Melbourne, se inspira en la filosofía japonesa del Kintsugi, consistente en reparar las vasijas rotas con una mezcla de lacre y oro. Dejando a la vista cicatrices orgullosamente doradas que son como “un homenaje a la dura historia, a las fracturas y tensiones que afligen nuestras socie- dades”, reflexionaba el artista, que abandonó el recinto sin dejar rastro.
Aparentemente la vida aquí en Arco, salvo visitas que ya son tradición como la de la comitiva real o raras como la que ayer realizó Albert Rivera –tuvo su momento Warhol– circula con pasmosa indiferencia a la realidad de la que hablan los periódicos. Pero también tiene sus outsiders. A veces incluso en forma de viejas porta- das de periódicos que hablan de muertes de dictadores y que el portugués Nuno Nunes-Ferreira recupera en Juan Silió para dejar constancia de que “la última frase la escribimos nosotros”.
O los collages que confecciona Eric Baudelaire con las imágenes que encuentra en la edición vespertina de Le Monde y que le hacen imaginar un mundo en el que periódico predice el futuro (en Juana de Aizpuru).
Pero si Arco no sale a la calle, Carlos Garaicoa lleva la calle a Arco. El artista cubano replica en el stand de Elba Benítez un trozo de acera en la que las tapas de las alcantarillas hacen referencia a diferentes problemáticas sociales, apelando a una revolución desde abajo, desde ese subsuelo por donde campan los cables de las compañías telefónicas, las eléctricas o las telecomunicaciones. Y la mirada incisiva, lúcida y poética de Eulàlia Valldosera se dirige contra los elementos que amenazan la
Estamos en una edición sin riesgos donde la realidad más visible es la realidad del mercado, pero hay ‘outsiders’
naturaleza con Neptuno en Venus, una bellísima videoproyección en la que las imágenes del agua en movimiento contrastan con los amenazantes contenedores que, dispuestos en el suelo, parecen cargados con productos contaminantes. La instalación se exhibe en la galería italiana Studio Trisorio.
Núria Güell continúa peleando por conseguir la condición de apátrida en la galería ADN; Mireia Sallarès culmina su proyecto sobre el orgasmo femenino, Las muertes chiquitas, en Àngels Barcelona, y Anna Malagrida rastrea en Senda las pequeñas huellas supervivientes de los textos que fueron pintados en edificios significativos de Madrid y Barcelona durante las protestas del 11-M.
Y otra mujer artista, en este caso la estadounidense de origen iraní Taravat Talepasand, hace del feminismo su yihad y estrella tabúes contra un viejo mercedes blanco, el depósito cargado de gasolina para el coleccionista que quiera salir montado en él de la feria. Cristales ahumados (las mujeres iraníes tenían prohibido conducir antes de la revolución) y la carrocería decorada con dibujos aplastado de popes del mundo árabe de los que emerge la figura de una mujer que se tapa los ojos.
Girando simplemente la vista, en el mismo stand de la americana Beta Pictory, vaya, el rostro de Fray Junípero Serra estampado junto a la de un indígena sufriente en lo que parece una recreación de La balsa de la medusa con bandera americana. La obra es del artista Travis Somerville.
Pero si hay algún lugar donde encontrar la paz, un lugar confortable dentro de la feria, tal vez deba buscarlo en un pequeño cuarto medio escondido en la galería Max Estrella. Allí, acurrucado sobre sí mismo, descansa apacible un pequeño perro de mármol blanco sobre el que se proyectan los movimientos del cuerpo del artista mientras respira.
Carlos Garaicoa ‘cuela’ un trozo de calle y la angelina Taravat Talepasand hace del feminismo su yihad