Sesenta y seis páginas
ELa conveniencia comercial de no vender libros demasiado delgados se imponía a otros intereses
l acuerdo entre el PSOE y Ciudadanos consagra el simulacro como motor de nuestra cultura política. Los partidos firmantes no suman una mayoría operativa, pero, en un contexto de imposturas preapocalípticas, ¿a quién le importa? Para enfatizar la virtualidad de un acuerdo de ficción, Pedro Sánchez y Albert Rivera han perpetrado un pacto de sesenta y seis páginas. ¿Nos parecería mejor si sólo tuviera doce? No lo sé, pero la insistencia en repetir el dato invita a sospechar que se pretende transmitir la idea de que un pacto de sesenta y seis páginas no puede ser una bagatela. Un consejo: no intentéis leerlo. Es, en la forma y el fondo, una chapuza. Es más: dudo que las consecuencias de aplicarlo puedan ser tan deplorables como su literalidad. Con respecto a su extensión, no nos engañemos. Cualquiera que haya sufrido los sucesivos planes de estudios de la España democrática sabe que el número de páginas de los trabajos encargados a los alumnos tiene poca relación con la calidad del resultado. Cuando aún no existía internet, ya fusilábamos párrafos de la enciclopedia convenientemente maquillados e incluíamos gráficos de superficie exagerada para que las apariencias engañaran. En ámbitos más elitistas, la hipertrofia también se lleva. Los premios de novela, por ejemplo, exigían un mínimo de 200 páginas y ya es un requisito indispensable. Eso provocó que el interlineado y el cuerpo de letra aumentaran y que los novelistas introdujeran cansinas digresiones (sueños y otras tabarras) para cumplir con las bases. La novela y el lector salían perdiendo, pero la conveniencia comercial de no vender libros demasiado delgados se imponía a otros intereses.
Con el pacto Sánchez-Rivera se intuye que la extensión responde a un cálculo excesivamente generoso de una sustancia que a duras penas justifica una tercera parte. ¿Y el contenido? Las agentes literarias que controlan a nuestros escritores suelen recomendar títulos magnéticos y una primera frase que succione al lector con la potencia de un aspirador industrial. Título del pacto: Acuerdo para un gobierno reformista y de progreso. Si un autor presenta un manuscrito titulado así a cualquier editorial, es probable que le recomienden acortarlo y le planteen la duda de si ser reformista ya es, per se, una forma de progresismo o si el progreso continúa secuestrado por los progres que lo han desprestigiado con una constancia delictiva. ¿Y la primera frase? “El pasado 20 de diciembre los españoles y españolas, con su voto, nos adentraron en una nueva política”.
Si vuestro hijo de doce o dieciséis años os lee una redacción que empieza así, seguro que sentiréis la tristeza de daros cuenta de que el pobre español o española que habéis contribuido a engendrar no tiene ningún futuro en el mundo de la expresión escrita ni en el de la inteligencia. Aunque quizás sí en el abstruso universo del simulacro político y la comedia electoral.