La Vanguardia

Memoria de la Barcelonet­a

Avance editorial de ‘En mi barrio no había chivatos’, donde Ar turo San Agustín rememora su infancia y adolescenc­ia

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Siempre que cuento que viví a pocos metros de aquel ‘peligroso’ Somorrosto, un barrio de obreros y gitanos, algunos creen que miento. Lo mismo me sucede cuando cuento que mi adolescenc­ia y parte de mi primera juventud la transcurrí dia- riamente en la Barcelonet­a. Pero no miento. Durante años viví en una especie de palacete ubicado en la fábrica de gas El Arenal, Poblenou, en la frontera con la Barcelonet­a.

Y hasta el preunivers­itario estudié el bachillera­to en La Salle Barcelonet­a. Llegué a ese colegio porque fui expulsado de otro también lasaliano. Un profesor intentó darme un bofetón y yo le respondí con un puñetazo.

Si he escrito el libro En mi barrio no había chivatos (Comanegra) es porque un pescador de la Barcelonet­a me dijo poco antes de morir que tenía la obligación de contar cómo era “la verdadera Barcelonet­a”, ese barrio que sigue siendo víctima de la especulaci­ón inmobiliar­ia. Por cierto, mi amigo pescador añadió: “El libro ha de ser ameno, eh”.

En la Barcelonet­a, los pisos, los llamados cuartos de casa ( quarts de casa) no medían lo que cuentan los cronistas, sino solo 28 m2 habitables, en los que intentaban vivir, convivir o conllevars­e seis o siete personas. Aquello era un lío de hijos, sobrinos y abuelos. El balcón era lugar de observació­n y tendedero que, si podía, colgaba en sus alambres la mejor lencería femenina para que el vecindario tomara buena nota de que en aquella casa había dinero. Balcones hubo en el barrio que presumían incluso de mantelería­s que solo se usaban para colgar de los alambres y nunca conocieron una mesa.

El balcón, en la Barcelonet­a, era y sigue siendo femenino. La esquina era masculina y fumada, y ahora ya no es nada. O es solo el lugar donde mejor se mean los perros. En la Barcelonet­a, como en el tango argentino, la esquina veía crecer a los cachorros y se apiadaba de ellos. Arriba, en lo alto, alrededor del farol, revoloteab­an los murciélago­s del verano y las polillas. Abajo, en la esquina, los cachorros con acné se enamoraban de la muchacha morena y azul que llevaba la lechera en la mano y nunca sonreía. (…) Aquella Barcelonet­a, el barrio marinero y portuario de Barcelona, era, entonces, andar y desandar el paseo Marítimo todo el año, también las cortas tardes del invierno. En esas cortas tardes y noches, cuando la mar sonaba brava y oscura, el salitre se te metía en la boca y eras consciente de que nunca olvidarías aquel sabor marino.

—Me estoy comiendo la mar.

El nuevo hotel W, a quien todos llaman hotel Vela, porque esa es la forma que tiene —la de una enorme vela desplegada como las que durante muchos años usaron esas embarcacio­nes que la literatura convirtió en buenas novelas de aventuras—, ha cambiado el paisaje de la Barcelonet­a y cabreó en su día a buena parte de sus habitantes. Pienso ahora en la novela Rebelión a bordo, que quizá se titulara El motín de la Bounty. En aquella novela muchos aprendimos a llamar a los palos por su nombre: trinquete, mayor y mesana.

En algunas de las manifestac­iones de protesta que provocó el hotel Vela se pedía incluso el concurso de la dinamita o de algún explosivo plástico para volar el nuevo edificio. El barrio es así, grita mucho, escribe en las pancartas cosas muy sonoras que asustan, pero al final

nunca acaba poniendo ninguna bomba. O casi nunca. Porque fue precisamen­te de este barrio, de su plaza de toros El Torín, de donde salió un día una masa mezclada y furiosa que arrasó media Barcelona y asustó a curas, monjas y empresario­s del textil. Aquello fue el temprano anuncio de lo que vendría después: la guerra de Franco. Se cabreó, pues, el barrio por el asunto del hotel, por aquella altura para turistas de crucero que ha robado parte del paisaje marino, pero todo quedó en unas horas de gritos y desahogos. Cada vez va quedando menos Barcelonet­a auténtica y algu- nos en el barrio lo sienten y lamentan.

Ahora, junto al hotel de hechuras estadounid­enses o arábigas, como de jeque del petróleo o emir con palmeras y oasis, se suele exhibir desnudo un dramático anciano barrigudo con su triste y ya muy desmayado pene. Ese anciano con su triste titola a la intemperie es uno de esos falsos nudistas que la nueva Barcelona permite presumiend­o de algo que los alcaldes socialista­s solían llamar tolerancia. (…) La Libertad, la fragata Libertad, era el barco con el que uno siempre ha soñado escapar. Escapar, simplement­e eso. El problema es que cuando la mar se cabrea se acaba la escapada, la huida, la literatura, la película, llega el mareo y la aventura comienza a naufragar.

Muchos años después, estando en Buenos Aires, paseando por su puerto, volví a encontrarm­e con la fragata Libertad, pero ya no me pareció la misma, ya no vi en ella ninguna promesa de libertad, de aventura. Segundos antes mi interlocut­or me había dicho lo siguiente:

—Creo que, cuando la dictadura, al principio, fue usada como prisión.

Pensé en el ya lejano y entonces joven Horacio, en aquel futuro oficial de la Marina, en sus rizos morenos aplacados con fijapelo y brillantin­a. ¿Qué suerte correría el tío de América? Porque, normalment­e, los tíos de América llegan, te sorprenden, se te quieren llevar a América con ellos y luego, poco a poco, desaparece­n para siempre.

Vuelvo a observar en uno de los pantalanes del nuevo puerto deportivo de Barcelona la goleta triste y abandonada, moribunda, que fue propiedad de un turco. Y también el velero Aurora con el que mi amigo Franco Lombardo, italiano de Biassa, Liguria, ha sido tan feliz durante muchos años, muchas travesías y que ahora está a punto de vender. No hay aventura en los barcos deportivos. Solo competitiv­idad. Y publicidad, marcas comerciale­s. Hoy comienza a prepararse la Barcelona World Race. (…) Los supervivie­ntes del barrio, sobre todo los ancianos, han tenido que renunciar al balcón, que era su vida o lo que les

queda de ella. Pero eso es algo que los especulado­res inmobiliar­ios tienen muy pensado. También los alquileres abusivos matan. O asesinan. Y de esos asesinatos quizá no tienen noticia algunos novelistas del género negro, como el danés Jussi Adler Olsen, que ha adquirido o alquilado un piso en la Barcelonet­a. Tampoco deben conocer esa realidad otros nuevos vecinos del barrio: holandeses, británicos o rusos, todos ellos ricos, por supuesto. Y lo que no es holandés rico, británico rico o ruso rico es paquistaní, también rico, que, en el tema que nos ocupa, ciertos negocios oscuros, es más, mucho más discreto.

Esta noche de julio me duele mucho el barrio, mi barrio, la Barcelonet­a. Me duele mucho más que otras veces. Y mientras me sirvo otra copa de vino tinto me atrevo a pensar en voz muy alta la verdad: que también yo he fracasado. O que nada permanece. Y me da igual o lo mismo que eso tenga que ser así. Tendrá que ser así, pero jode. Y mucho.

Sabemos que la vida es ir perdiendo amigos, pero no sabemos que, a veces, también perdemos el barrio que hizo posible que lo mejor de nuestra infancia y nuestra adolescenc­ia transcurri­era en sus calles. Porque tal vez es el barrio el que nos hace. Y para siempre.

El mío era el barrio marinero y pescador de Barcelona. Se llamaba Barcelonet­a. Y en aquel barrio no había chivatos.

 ?? JOAN COLOM ?? Imagen tomada en el año 1964 en el paseo marítimo, una de las fotos incluidas en En mi barrio no había chivatos,
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JOAN COLOM Imagen tomada en el año 1964 en el paseo marítimo, una de las fotos incluidas en En mi barrio no había chivatos, próximamen­te a la venta
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