La Vanguardia

El dilema de Bruselas

La Comisión Europea teme que si impone sanciones a Orbán se extienda el antieurope­ísmo

- BUDAPEST Enviado especial

Crecen las presiones para que la Comisión Europea actúe de una vez y adopte sanciones que paren los pies a Viktor Orbán y al nuevo liberalism­o de Europa del Este. Jan Werner Müller, sociólogo de la Universida­d de Princeton, en EE.UU., aprovechó un artículo en The New York Times Review of Books para pedir la retirada de fondos estructura­les que, según Müller, respaldan a los gobiernos de Hungría y Polonia “como el petróleo a las autocracia­s del Golfo”.

Pero los más pragmático­s en Bruselas entienden que cualquier sanción podría ser percibida no como una defensa de la democracia sino un castigo a gobiernos que han plantado cara al Deutscheba­nk o a Carrefour.

A fin de cuentas, la decisión de la agencia de calificaci­ón de deuda Standard & Poors –cuyo papel en la crisis provocó tanta rabia en Hungría y Polonia como en Grecia o España– de rebajar la nota de la deuda polaca debido al “debilitami­ento de la independen­cia de las institucio­nes y (…) los medios de comunicaci­ón” fue percibido en Varsovia como otra muestra de la arrogancia de los centros financiero­s de Frankfurt y la City londinense. Se han confundido en los últimos años los liberalism­os eco- nómico y político en la UE y no resulta fácil lidiar con un político como Orbán, que reta a ambos

La otra cuestión espinosa que recorre Bruselas y Frankfurt es si la fórmula Orbán puede acabar por extenderse hasta el otro lado del antiguo telón de acero. A fin de cuentas, el rechazo visceral de las élites corruptas ya no es una idiosincra­sia de los países excomunist­as. Donald Trump comparte bastantes caracterís­ticas con Viktor Orbán (hasta la admiración por Vladímir Putin). Y Marine Le Pen compagina una agenda islamófoba con políticas económicas de izquierdas de manera muy orbaniana. La capitulaci­ón de Syriza en Grecia puede abrir la puerta al neofascist­a Aurora Dorada, que rechaza, con la misma contundenc­ia que hace un año tenía Syriza, el programa de la troika. “Hay similitude­s, desde luego, pero la diferencia es que ni Trump ni Le Pen llegarán a ser presidente­s –responde Janos Ladanyi, un sociólogo especializ­ado en racismo contra los gitanos–. Lo que es extremismo en otros países, aquí es normal.”

Pero, recorriend­o las calles de Budapest, Hungría no se diferencia tanto de Occidente ahora como en los años del socialismo gulash. En el centro, el típico escaparate de ciudad atractiva y lúdica del circuito de Easy Jet y Ryanair. Allí están os majestuoso­s

edificios belle époque de la era de los Habsburgo rehabilita­dos con fondos europeos en torno a plazas donde los turistas toman grandes jarras de cerveza o café. Las estatuas rehabilita­das de héroes nacionales se parecen a los monumentos de cualquier capital si no te fijas en que alguno era responsabl­e de leyes antisemita­s y deportacio­nes de judíos . La esplendida avenida Andrassy recuerda el Paseo de Gracia de Barcelona, con tiendas de Louis Vuitton , Prada y Armani.

Es la convergenc­ia del modelo liberal de la transición poscomunis­ta y la ampliación de la UE. Y puede ser el precursor de una menos deseada convergenc­ia ilibe

ral. Más allá, en el extrarradi­o gris, donde se alojó a los refugiados, junto a los guetos de los gitanos más marginados, se esconde la otra Europa, bajo la mirada frustrada de los votantes de Fidesz y Jobbik.

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