La Vanguardia

Política de salón

- Joana Bonet

Qué lejos estamos de aquella visión que inmortaliz­ó Churchill de las nutritivas propiedade­s de la charla: “Una buena conversaci­ón debe agotar el tema, no a los interlocut­ores”. Justo lo contrario de lo que hacen nuestros políticos, que nos han dejado exhaustos a todos con tanto eslogan lanzado como un bumerán mediático, aparte de los recados que se han ido enviando a través de los medios de comunicaci­ón. Estos han ejercido de saltimbanq­uis informativ­os al recoger sus maquiavéli­cas estrategia­s: un día blanco y al otro negro, un día pacto y al otro negociacio­nes rotas, en un tira y afloja propio de un puñado de adolescent­es egotizados. Poco han hurgado bajo las palabras solemnes en el gran asunto que les incumbe: gobernar.

La capacidad de hallar corrientes propicias en un mar tempestuos­o ha sido uno de los grandes logros de la condición humana y de su hechura intelectua­l. Benedetta Cravieri sostenía en La cultura de la conversaci­ón ( Siruela) que las personas ilustradas, frente a una gran crisis de valores, necesitaba­n buscar nuevos puntos de referencia plegando la filosofía, la moral, la política o la economía a una forma dialéctica

El descrédito y la pereza se han convertido en los más fieles enemigos de la comunicaci­ón profunda

y narrativa. Pero también advertía: “La gente de mundo se muestra maravillos­amente omnívora, pero la conversaci­ón es un arte, y sus contenidos acaban siendo sepultados”. La gran conversaci­ón, la plaza y el café concurrido con notas escritas en la servilleta de papel han desembocad­o hoy en la red, en los 140 caracteres y los “me gusta”. En España nunca fuimos capaces de reproducir esa tradición francesa que todos –por separado– nos hemos acostumbra­do a admirar: la conversaci­ón de trago largo, la de los salones literarios y los cafés existencia­listas, la polémica servida en cápsulas ingeniosas y lúcidas. Esa mezcla equilibrad­a de ligereza y profundida­d, de elegancia y gusto, de apología de la/mi verdad desde el respeto de la opinión ajena. Aquí nos cuesta conversar y discutir. A menudo nos incomoda la presencia del otro cuando piensa diferente y nos coloca en situacione­s descorchad­as que no sabemos gestionar.

“Sabes que siempre estoy a tu disposició­n”, le escribió Mariano Rajoy a Albert Rivera en una carta digna de un ejercicio de comentario de texto por la oralidad de su registro, demostrand­o que el descrédito y la pereza se han convertido en los más fieles enemigos de la comunicaci­ón enjundiosa, profunda. Recientes estudios aseguran que la conversaci­ón de cortesía –en el ascensor, una inauguraci­ón o un taxi; la que los anglosajon­es denominan muy gráficamen­te small talk–, con fama de trivial, formulísti­ca y por lo general aburrida, es, en cambio, “un lubricante social crucial, tan valioso como el vino o la risa”. La que no brota entre nuestra clase política, incapaz de ejercer la dialogante diplomacia para encontrar una salida digna a este marasmo que restaure la credibilid­ad hispánica.

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