Electrónica de la desdicha
Los juegos tristes no son nuevos, pero la coincidencia de ‘Firewatch’, ‘That dragon, cancer’ y ‘The end of the world’ habla de una tendencia
Preguntarse por qué hay videojuegos tristes sería tan miope como dudar de la legitimidad del drama o de la tragedia en la literatura, el teatro, la ópera o el cine. Además de su evidente mayoría de edad –pongamos que, en un paralelismo literario, atravesamos el meridiano del siglo XVI del videojuego–, el sector vive una exuberante explosión de diversidad merced a la conjunción de grandes producciones con una pujante industria independiente para la distribución on line y dispositivos portátiles, lo que ha permitido que la producción atienda nichos de jugadores de edad, formación y exigencia diversas. Al tiempo, han desaparecido apriorismos de la industria como la conquista de libertad del formato, que en los últimos años habían sido dominantes. Vuelven así, conviviendo con los asombrosos mundos libres, como señala Antonio Santo, di- rector de FS Gamer, las narrativas lineales y dialogadas, el guion duro, por así decir. Y en unos y otros, cobra fuerza el relato.
Firewatch, dirigido por Jake Rodkin, cofundador de la compañía Campo Santo, de San Francis- co, es una producción pequeña que debería haber pasado inadvertida pero que, tras salir a la venta hace unas semanas, se ha convertido en uno de los lanzamientos más comentados de lo que va de año. Y no es su trabajada estética, inspirada en los carteles del servicio forestal estadounidense interpretados por el artista gráfico Olly Moss, lo que ha hecho que las miradas de todo el sector se volvieran hacia él. En Firewatch, encarnamos a Henry, un empleado forestal que, desde su solitaria vida en una torre de vigilancia del Shoshone National Forest, de Wyoming, deberá resolver los misteriosos sucesos que se están dando en el bosque. Pero lo que da personalidad al juego es la historia de Henry, que va desenvolviéndose a través de sus conversaciones de walkie-talkie. con Dalila, su jefa, y sus pa- seos por el bosque. Mentiras, pérdidas y enfermedades marcan el tono melancólico de esta historia de madurez y renuncia cuya elegante banda sonora es obra de Chris Remo. “Tuve que afrontar una complicada ruptura a mitad
El auge de narrativas melancólicas y dramáticas señala la condición culta del medio y del jugador Ryan y Amy Green han convertido la muerte de su hijo Joel, de cinco años, en un juego sobre el cáncer
de la producción del juego”, decía el coguionista de Firewatch Sean Vanaman, cuando era preguntado por el singular enfoque de esta primera producción de la compañía de San Francisco.
Una ruptura es precisamente el
tema único de The end of the
world, de Sean Wenham, un juego para dispositivos portátiles cuyo título hace muy explícito lo que supone el fin de una relación amorosa. “Puede que los treintañeros de hoy seamos la primera generación que sienta a veces el impulso de jugar a un juego triste”, señalaba al respecto el especialista Francesc Pinto, de Anait
games. Porque The end of the world es el correlato electrónico
de, por ejemplo, Todas las cancio
nes hablan de mí, de Jonás Trueba, un juego que convierte una despedida en un nostálgico paseo por un Newcastle arruinado, en el que su taciturno protagonista se limita a rememorar los paseos con su pareja. ¿Y a quién apetece semejante trago de tristeza? Es obvio que al mismo humano que una tarde de lluvia halla regocijo en escuchar canciones tristes o repasar viejas fotografías.
Pero la languidez y la melancolía románticas siempre han sido una delicatessen para el consumidor cultural occidental. Mucho más salvaje es la propuesta de Ryan y Amy Green, That dra
gon, cancer, videojuego que nos invita a participar de los cinco años de vida familiar de los Green con su hijo Joel y su árida lucha contra un cáncer que acabó con su vida. Aquí hablamos de sumergirnos en la vida íntima, las alegrías y padecimientos, de una familia real, de aproximarnos a la experiencia real de la mayor de las pérdidas, la del hijo, y, en un controvertido último tramo, al papel que la fe desempeñó en la supervivencia de sus padres. Lanzado en enero –coincidiendo con el que habría sido el séptimo cumpleaños de Joel– That dra
gon, cancer, ha suscitado críticas variadas pero en general de tono favorable: incluso quienes critican su proselitismo cristiano se confesaron abrumados por la experiencia emocional que supone transitar por la crianza, la lucha contra la enfermedad y, al cabo, la irreparable pérdida.
Desde el romanticismo de Fumito Ueda – The shadow of the
Colossus– a la desesperanza de Neil Druckmann – The last of us–, son cientos los precedentes de estos videojuegos sobre la desdicha, pero la relevancia que han adquirido lanzamientos como los aquí recogidos son un elocuente testimonio, no ya de la madurez del sector –desarrolladores y jugadores–, sino de su condición de medio culto y sofisticado.