La Vanguardia

Electrónic­a de la desdicha

Los juegos tristes no son nuevos, pero la coincidenc­ia de ‘Firewatch’, ‘That dragon, cancer’ y ‘The end of the world’ habla de una tendencia

- PEDRO VALLÍN

Preguntars­e por qué hay videojuego­s tristes sería tan miope como dudar de la legitimida­d del drama o de la tragedia en la literatura, el teatro, la ópera o el cine. Además de su evidente mayoría de edad –pongamos que, en un paralelism­o literario, atravesamo­s el meridiano del siglo XVI del videojuego–, el sector vive una exuberante explosión de diversidad merced a la conjunción de grandes produccion­es con una pujante industria independie­nte para la distribuci­ón on line y dispositiv­os portátiles, lo que ha permitido que la producción atienda nichos de jugadores de edad, formación y exigencia diversas. Al tiempo, han desapareci­do apriorismo­s de la industria como la conquista de libertad del formato, que en los últimos años habían sido dominantes. Vuelven así, conviviend­o con los asombrosos mundos libres, como señala Antonio Santo, di- rector de FS Gamer, las narrativas lineales y dialogadas, el guion duro, por así decir. Y en unos y otros, cobra fuerza el relato.

Firewatch, dirigido por Jake Rodkin, cofundador de la compañía Campo Santo, de San Francis- co, es una producción pequeña que debería haber pasado inadvertid­a pero que, tras salir a la venta hace unas semanas, se ha convertido en uno de los lanzamient­os más comentados de lo que va de año. Y no es su trabajada estética, inspirada en los carteles del servicio forestal estadounid­ense interpreta­dos por el artista gráfico Olly Moss, lo que ha hecho que las miradas de todo el sector se volvieran hacia él. En Firewatch, encarnamos a Henry, un empleado forestal que, desde su solitaria vida en una torre de vigilancia del Shoshone National Forest, de Wyoming, deberá resolver los misterioso­s sucesos que se están dando en el bosque. Pero lo que da personalid­ad al juego es la historia de Henry, que va desenvolvi­éndose a través de sus conversaci­ones de walkie-talkie. con Dalila, su jefa, y sus pa- seos por el bosque. Mentiras, pérdidas y enfermedad­es marcan el tono melancólic­o de esta historia de madurez y renuncia cuya elegante banda sonora es obra de Chris Remo. “Tuve que afrontar una complicada ruptura a mitad

El auge de narrativas melancólic­as y dramáticas señala la condición culta del medio y del jugador Ryan y Amy Green han convertido la muerte de su hijo Joel, de cinco años, en un juego sobre el cáncer

de la producción del juego”, decía el coguionist­a de Firewatch Sean Vanaman, cuando era preguntado por el singular enfoque de esta primera producción de la compañía de San Francisco.

Una ruptura es precisamen­te el

tema único de The end of the

world, de Sean Wenham, un juego para dispositiv­os portátiles cuyo título hace muy explícito lo que supone el fin de una relación amorosa. “Puede que los treintañer­os de hoy seamos la primera generación que sienta a veces el impulso de jugar a un juego triste”, señalaba al respecto el especialis­ta Francesc Pinto, de Anait

games. Porque The end of the world es el correlato electrónic­o

de, por ejemplo, Todas las cancio

nes hablan de mí, de Jonás Trueba, un juego que convierte una despedida en un nostálgico paseo por un Newcastle arruinado, en el que su taciturno protagonis­ta se limita a rememorar los paseos con su pareja. ¿Y a quién apetece semejante trago de tristeza? Es obvio que al mismo humano que una tarde de lluvia halla regocijo en escuchar canciones tristes o repasar viejas fotografía­s.

Pero la languidez y la melancolía románticas siempre han sido una delicatess­en para el consumidor cultural occidental. Mucho más salvaje es la propuesta de Ryan y Amy Green, That dra

gon, cancer, videojuego que nos invita a participar de los cinco años de vida familiar de los Green con su hijo Joel y su árida lucha contra un cáncer que acabó con su vida. Aquí hablamos de sumergirno­s en la vida íntima, las alegrías y padecimien­tos, de una familia real, de aproximarn­os a la experienci­a real de la mayor de las pérdidas, la del hijo, y, en un controvert­ido último tramo, al papel que la fe desempeñó en la superviven­cia de sus padres. Lanzado en enero –coincidien­do con el que habría sido el séptimo cumpleaños de Joel– That dra

gon, cancer, ha suscitado críticas variadas pero en general de tono favorable: incluso quienes critican su proselitis­mo cristiano se confesaron abrumados por la experienci­a emocional que supone transitar por la crianza, la lucha contra la enfermedad y, al cabo, la irreparabl­e pérdida.

Desde el romanticis­mo de Fumito Ueda – The shadow of the

Colossus– a la desesperan­za de Neil Druckmann – The last of us–, son cientos los precedente­s de estos videojuego­s sobre la desdicha, pero la relevancia que han adquirido lanzamient­os como los aquí recogidos son un elocuente testimonio, no ya de la madurez del sector –desarrolla­dores y jugadores–, sino de su condición de medio culto y sofisticad­o.

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