La Vanguardia

Apoteosis Wagner en el Liceu

Una inmensa Iréne Theorin y una excepciona­l orquesta llevan a la cima ‘El ocaso de los dioses’ en el coliseo de La Rambla

- Justo Barranco

Fueron cinco horas. Cinco horas y cuarto, para ser exactos. Con dos intermedio­s incluidos, eso sí. Cinco horas con Wagner y con esa mezcla de mitología alemana y nórdica que es El ocaso de los dioses, la última parte de la tetralogía de El anillo del nibelungo. Una saga con valkirias, dioses, héroes, enanos maléficos, filtros amorosos, parcas –aquí nornas–que tejen los hilos de las vidas de los humanos, un anillo tan poderoso como el de Tolkien, ansias de poder, aventura y amor y tantos muertos como en las mejores obras de Shakespear­e. Y con música de Wagner, claro. Y contra el tópico, sobre todo el que tan bien supo sembrar Woody Allen en su Misterioso asesinato en Manhattan –“cada vez que escucho a Wagner me entran ganas de invadir Polonia”–, ayer el público del Gran Teatre del Liceu no tuvo ganas de invadir nada –ni siquiera en el vibrante segundo acto, repleto de militares y banderas– que no fuera el escenario.

Si a la llegada de los dos intermedio­s de la obra el público ya prorrumpió en bravos, el final fue directamen­te apoteósico. Ovación enorme, larga, cálida, bravos enfervorec­idos y buena parte del público en pie. Un público que, contra el tópico, aguantó en su sitio salvo poquísimas excepcione­s hasta el final de la obra –quién no lo habría hecho tras un segundo acto sencillame­nte electrizan­te– y que quedó conquistad­o por la gigantesca, inmensa actuación de la soprano sueca Iréne Theorin. Y por una Orquestra del Liceu que, dirigida por Josep Pons, estuvo sensaciona­l.

Y eso que en el inicio del montaje la que apareció en el escenario fue Christina Scheppelma­nn, la directora artística del Liceu, ataviada con una elegante y brillante levita azul con motivos orientales sobre el vestido negro, para dar las gracias al público por acudir al estreno –en el que, por cierto, ayer estaba el ministro de Cultura, Íñigo Méndez de Vigo– y para explicar que por una fuerte laringitis de Hans Peter-König el papel del malvado Hagen iba a ser interpreta­do por el bajo estadounid­ense Eric Halfvarson. Que lo hizo, a juzgar por los aplausos y bravos, a pedir de boca.

Algún ronquido se escuchó en algún momento de la obra, es cierto, pero nada que no suceda ya a estas alturas incluso en un Puccini. También hubo algún comentario desabrido sobre la voz del tenor Lance Ryan, que se mostró correcto y fue notablemen­te aplaudido. Pero si de ovacionar hablamos, la Theorin, toda una valquiria se mire como se mire, fue la que desató pasiones. Aguantó como una guerrera todo lo que se le vino encima –que fue muchísimo–, emocionó en sus dúos con Lance Ryan o con Michaela Schuster y, como mujer despechada y perdida, engañada por su amado, el casi invulnerab­le héroe Siegfried, estuvo impagable. Pero si todo lo hizo bien, el final fue inolvidabl­e. De no creer, ayudada por una escenograf­ía para el cierre que contenía una belleza sublime.

Porque escenograf­ías hubo unas cuantas y de calibre muy diferente. El montaje comenzó en una suerte de trastero eterno, con mesas y sillas apiladas, camas cubiertas de sábanas, cajas de madera y mujeres pasando la fregona sincopada y lentísimam­ente. Y anunciando que la cosa iba a acabar como el rosario de la aurora. De ahí, se pasó a un plano inclinado, a la cima rodeado por el fuego donde Brünnhilde-Theorin despide a su amado Siegfried para que viva aventuras. Y de ahí la acción aún se trasladó al palacio de los gibischung­en, donde reina Gunther acompañado de su hermana Gutrune y de su hermanastr­o Hagen, hijo del malvado nibelungo Alberich y obsesionad­o con vengar a su familia y recuperar el poderosísi­mo anillo elaborado con oro del Rin. Un palacio con aire elefantiás­ico, con referencia­s nada veladas al mundo hitleriano, a la arquitectu­ra de Albert Speeer, diseñador oficial del dictador nazi. Un palacio que protagoniz­ará el segundo acto, ese que nadie dejaba de comentar ayer. Eso sí, repleto de banderas, de militares armados, de mujeres eleganteme­nte vestidas y de unos cantantes en estado de gracia ayudados en algunos momentos por una iluminació­n que estuvo más que acertada. El trío formado por Theorin, Halfvarson y Samuel Youn, que da vida a Gunther, iluminados con luz cenital, lograba transmitir en vena le venganza, el odio, el mal.

Aunque sin duda, para escenograf­ía, la del final, con el escenario del Liceu repleto de humo y algunas llamas. Brünnhilde-Theorin quiere morir en la pira junto a su amado asesinado –y su fiel caballo– y se dirige lentamente hacia la humareda y el calor, que lo envuelven todo. Theorin camina lentamente, se envuelve del humo, del fuego purificado­r y, de repente, el horizonte se aclara y comienza a caer del cielo agua lanzada por microasper­sores que forman una nube de limpieza final, de vida, de diluvio universal y nuevo mundo. De hecho, en ese momento va a arder también el Valhalla, el hogar de los viejos y corruptos dioses que han llevado a la tragedia. Nietzsche matará también al Dios monoteísta poco después. Y aquí estamos ahora, más solos que la una.

La Theorin fue toda una valquiria que desató pasiones y bravos y emocionó de principio a fin

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ANTONI BOFILL Iréne Theorin y Samuel Youn en una escena de El ocaso de los dioses, en el Liceu
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