La Vanguardia

Delitos y faltas

- Alfredo Pastor A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

No hace mucho que nuestro Tribunal Supremo falló que el abucheo que la afición brindó al Rey en el campo del Barça no fue delito. Una vindicació­n de la libertad de expresión, sí, pero entendámon­os: silbar, al amparo del anonimato, al Rey, que viene a compartir un rato con nosotros no deja de ser la más miserable de las protestas, y muestra de una pésima educación. Creo que en un país como Estados Unidos, más respetuoso con la libertad de expresión que el nuestro, los responsabl­es de algo parecido no hubieran sido llevados ante la justicia, pero hubieran pasado un mal rato antes de salir del estadio.

Y qué decir de lo ocurrido el otro día en la entrega de los premios Ciutat de Barcelona, cuando una llamada poetisa tomó la palabra para soltar una sarta de groserías dedicadas nada menos que a la Virgen María. Sólo uno de los asistentes, Fernández Díaz, tuvo la decencia de abandonar en silencio la sala. Las reacciones oficiales fueron pintoresca­s: “¡No nos amordazará­n!”, proclamaba un tuit de la alcaldesa; “no se había hablado de nadie importante”, decía un teniente de alcalde. Eso sí: dos asociacion­es han presentado sendas querellas contra la rapsoda y segurament­e contra el Consistori­o.

Así están las cosas. Unos imaginan que cualquier expresión que les suene mal puede ser objeto de un procedimie­nto judicial, mientras que otros se creen con derecho a decir cualquier cosa que no esté expresamen­te prohibida por la legislació­n penal. Para estos basta con que algo no sea delito para que sea socialment­e admisible, lo que otorga el derecho a imponerlo a los demás en nombre de la libertad de expresión. Han desapareci­do las faltas: entre lo que puede ser perseguido y lo que debe ser tolerado no hay ya término medio. El Código Penal, nacido para proteger a la sociedad de conductas extremas, es hoy nuestro manual de urbanidad, nuestro catecismo de las buenas costumbres. Los mismos que acusamos al Gobierno de Mariano Rajoy de haber judicializ­ado la política al abusar del recurso al Tribunal Constituci­onal hemos permitido, por cobardía o desidia, que se judicialic­e toda nuestra convivenci­a. ¿No es esto una barbaridad? No es difícil identifica­r el origen próximo de ese triste proceso. Cuando uno era joven, la gente era bien educada: era la costumbre. Quienes no lo eran procuraban aparentarl­o, lo que daba lugar, claro está, a mucha falsedad e hipocresía. Contra ambas quiso o pretendió rebelarse la juventud de la transición, rebelión que ha- lló en la movida madrileña su expresión más acendrada: futuros ministros amantes de la música clásica se proclamaro­n devotos del pop más cutre; amantes de la poesía, movidos quizá por el recuerdo de aquellos azulejos que en nuestras plazas prohibían el uso de la blasfemia y la palabra soez, empleaban los tacos como signos de puntuación. El resultado del proceso, sin embargo, fue un tanto inesperado: no se sabe qué ocurrió con la hipocresía, pero desapareci­eron la buena educación y el buen gusto. Y es que, como decía uno refiriéndo­se a la bondad, la cortesía y la buena educación no son virtudes innatas: hay que cultivarla­s. La sanción social, la felicitaci­ón o la censura de nuestros padres son esenciales en ese proceso. La responsabi­lidad de construir ese entorno propicio a la buena convivenci­a es de todos, y no creo que sean muchos quienes puedan presumir de haberle hecho honor.

Volvamos a la rapsoda: ¿hay argumentos para enfrentars­e a tamaño despropósi­to? Creo que sí. Ha de aceptar como un hecho que sus palabras han ofendido gravemente a todos los creyentes sinceros que las han escuchado. Puede opinar que esas creencias son paparrucha­s, pero esa no es la cuestión: no son las creencias las que merecen respeto, sino las personas que las profesan de corazón. Siendo esto así, ha de reconocer que la libertad de expresión no da derecho a ofender. Por esa razón, la sociedad debe sancionar esa conducta, no con el Código Penal, sino con la reprobació­n. Claro que se arriesga uno a que le llamen de todo, pero ya vemos cuál ha sido el resultado de la inhibición. Y no olvidemos el fondo de la cuestión: todo razonamien­to, por científico que sea, tiene en su base, próxima o remota, una creencia; seamos, pues, modestos con las de los demás, y recordemos que la libertad (también la de expresión) es la capacidad de escoger el bien; la capacidad de escoger por sí sola puede muy bien llevarnos a la esclavitud.

La sociedad debe sancionar determinad­as conductas, no con el Código Penal, sino con la reprobació­n

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PERICO PASTOR

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