La era del móvil
La señora que se ha sentado a mi lado en el metro no para de resoplar. Ha subido en la estación de Maria Cristina y, por el grosor del libro que lleva intentando leer, su destino debe de ser, por lo menos, Catalunya. Pero no puede leer ni una línea y por eso resopla. El motivo es que el vagón parece un locutorio. Está lleno de viajeros que aprovechan el viaje para hablar por su teléfono móvil. Acaba de colgar un señor que, voz en grito, ha comunicado a todo el personal que iba a celebrar una reunión clandestina, según ha afirmado, en una administración pública. Hasta se ha girado la señora que, a su lado, venía contándole a alguien que está hasta las narices de su vecina del ático porque le tiende la ropa encima sin centrifugar.
Cuando la viajera de delante ha bajado el tono de voz, que venía manteniendo con su interlocutor móvil, yo casi me doy de bruces en el suelo al inclinarme para acabar de saber el motivo por el que había dejado a su novio. Mientras todo esto estaba pasando, mi madre me ha llamado para preguntarme si iba a comer hoy a su casa. La señora de al lado ha dejado de resoplar, porque, justo cuando entrábamos en Catalunya, le ha sonado el móvil. Constato que este aparato es ya un apéndice de nosotros y que metro y teléfono resultan ser un binomio casi perfecto porque permite que el viaje resulte o productivo o entretenido.
PABLO FEU FONTAIÑA Sant Cugat del Vallès