Acoso escolar
El acoso escolar se evidencia más que en épocas pretéritas gracias a las denuncias directas, a través de los medios de comunicación o en la red de internet. Habitualmente, el bullying lo practican alumnos, pero también lo pueden ejercer algunos docentes, igual que los recientes abusos sexuales destapados.
Esta lacra habitualmente se manifiesta con agresiones físicas, amenazas, insultos y burlas, difusión de rumores falsos, el envío de mensajes telefónicos y e-mails ofensivos o la divulgación de vídeos y fotografías ultrajantes en las redes sociales. Las consecuencias son harto conocidas: fracaso escolar de la víctima, aversión a la escuela, angustia, depresiones y, a veces, intentos de suicidio. Según la mayoría de estudios, el acoso afecta entre el 12% y el 14% de la población escolar de entre 12 y 18 años.
El bullying practicado por alumnos y maestros y los abusos sexuales por parte de algunos profesores no son ninguna novedad. Aseguraría que la mayoría de adultos cuando fuimos niños, un día u otro asediamos a un compañero de escuela. Recuerdo haber sufrido acoso, pero también haberlo practicado en alguna ocasión, una conducta vergonzosa que me ha acompañado toda la vida. Si volviera a tener siete años, correría a pedir perdón a aquel niño más pequeño que yo a quien pegué en el patio porque era tímido y venía de pagès.
Para practicar el bullying, antes hay que aprender de algún practicante. Cuando en la escuela de monjas donde yo estudié un niño hacía una travesura —o lo acusaban de haberla hecho, aunque no fuera verdad—, o simplemente la profesora le tenía tirria, lo castigaban enviándolo al aula de las niñas, le colocaban una libreta abierta sobre la cabeza a modo de sombrero oriental y le hacían dar vueltas en la clase, mientras las niñas bramaban, obligadas, gritos racistas: “¡Chino, Chino, Chino!”. Y después le hacían la babarota, una burla consistente en insultar al damnificado profiriendo gritos guturales, tal como hoy hacen en los campos de fútbol con algunos jugadores de piel oscura. Pero no todo era negativo, porque la mirada de las niñas a menudo expresaba solidaridad con la víctima. Hoy, por suerte, la mayoría de escuelas han desterrado esta imperdonable práctica.
Parece claro que los mecanismos del bullying se transmiten de generación en generación, tal como ocurre con la violencia paterna, los maltratos o los abusos sexuales. El acoso infantil y adolescente se convierte en una amarga lección que entierra la inocencia y abre las puertas a la crueldad adulta. Entonces aparece el acoso laboral y el inmobiliario, el sexual, el político (contra sectores de la población o culturas diferenciadas), y la plaga del racismo. Dicen que los problemas se solucionan con la prevención. Pero para prevenir y curar primero hay que denunciar. Sin ambages.
Para practicar el ‘bullying’, antes hay que aprender de algún practicante