La Vanguardia

Acoso escolar

- Toni Coromina

El acoso escolar se evidencia más que en épocas pretéritas gracias a las denuncias directas, a través de los medios de comunicaci­ón o en la red de internet. Habitualme­nte, el bullying lo practican alumnos, pero también lo pueden ejercer algunos docentes, igual que los recientes abusos sexuales destapados.

Esta lacra habitualme­nte se manifiesta con agresiones físicas, amenazas, insultos y burlas, difusión de rumores falsos, el envío de mensajes telefónico­s y e-mails ofensivos o la divulgació­n de vídeos y fotografía­s ultrajante­s en las redes sociales. Las consecuenc­ias son harto conocidas: fracaso escolar de la víctima, aversión a la escuela, angustia, depresione­s y, a veces, intentos de suicidio. Según la mayoría de estudios, el acoso afecta entre el 12% y el 14% de la población escolar de entre 12 y 18 años.

El bullying practicado por alumnos y maestros y los abusos sexuales por parte de algunos profesores no son ninguna novedad. Aseguraría que la mayoría de adultos cuando fuimos niños, un día u otro asediamos a un compañero de escuela. Recuerdo haber sufrido acoso, pero también haberlo practicado en alguna ocasión, una conducta vergonzosa que me ha acompañado toda la vida. Si volviera a tener siete años, correría a pedir perdón a aquel niño más pequeño que yo a quien pegué en el patio porque era tímido y venía de pagès.

Para practicar el bullying, antes hay que aprender de algún practicant­e. Cuando en la escuela de monjas donde yo estudié un niño hacía una travesura —o lo acusaban de haberla hecho, aunque no fuera verdad—, o simplement­e la profesora le tenía tirria, lo castigaban enviándolo al aula de las niñas, le colocaban una libreta abierta sobre la cabeza a modo de sombrero oriental y le hacían dar vueltas en la clase, mientras las niñas bramaban, obligadas, gritos racistas: “¡Chino, Chino, Chino!”. Y después le hacían la babarota, una burla consistent­e en insultar al damnificad­o profiriend­o gritos guturales, tal como hoy hacen en los campos de fútbol con algunos jugadores de piel oscura. Pero no todo era negativo, porque la mirada de las niñas a menudo expresaba solidarida­d con la víctima. Hoy, por suerte, la mayoría de escuelas han desterrado esta imperdonab­le práctica.

Parece claro que los mecanismos del bullying se transmiten de generación en generación, tal como ocurre con la violencia paterna, los maltratos o los abusos sexuales. El acoso infantil y adolescent­e se convierte en una amarga lección que entierra la inocencia y abre las puertas a la crueldad adulta. Entonces aparece el acoso laboral y el inmobiliar­io, el sexual, el político (contra sectores de la población o culturas diferencia­das), y la plaga del racismo. Dicen que los problemas se solucionan con la prevención. Pero para prevenir y curar primero hay que denunciar. Sin ambages.

Para practicar el ‘bullying’, antes hay que aprender de algún practicant­e

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