La Vanguardia

Stallone pierde por puntos

“No puedo evitar enfadarme: los académicos me han escamotead­o el discurso más emocionant­e de la noche. ¡Qué poco sentido dramático!”

- Kike Maíllo Director de ‘Eva’, que estrena ‘Toro’

Unas escaleras. Un joven boxeador las sube a la carrera. Alcanza la cima, se gira y nos mira desde lo alto. Frente a él, la ciudad de Filadelfia. Imagina su gloria futura y levanta los brazos en señal de victoria. Ese hombre es Rocky Balboa. Un personaje de leyenda que pasa por ser una de las interpreta­ciones más fidedignas del sueño americano, la del don nadie que tiene la oportunida­d de citarse con la gloria y la aprovecha dejándose la piel. Literalmen­te.

De aquella primera entrega de Rocky recuerdo otra escena mítica. La última. Al final del combate, Rocky dolorido y sangrante, grita el nombre de su esposa, que no alcanza a ver con sus ojos hinchados por los golpes. Los periodista­s suben al ring deseando tener las primeras declaracio­nes de ese boxeador semidescon­ocido que le ha aguantado quince asaltos al campeón. De pronto los jueces anuncian que Apollo Creed es el ganador. Todos saben que Rocky mereció ganar. Pero a él eso ya le da igual, su chica le alcanza y se funden en un abrazo. Una barandilla. La cubierta de un barco. Otro abrazo eterno. Una pareja mira hacia el horizonte. Las luces del atardecer tiñen sus caras. El viento mece sus cabellos. Son jóvenes. Son bellos. Son Jack y Rose y están a bordo del transatlán­tico “más seguro de la historia”. Se miran enamorados y sienten que ese amor les hace volar. Son los reyes del mundo.

Han pasado 40 años desde el estreno de aquel primer Rocky. Y casi 20 de Titanic. Trasnocho viendo los Oscar. Los protagonis­tas de dos de las escenas más icónicas de la historia del cine, Sylvester Stallone y Leonardo DiCaprio, tienen una cita con la historia. Ninguno de los dos ha llegado a traspasar del todo el umbral que distingue a las estrellas de los intérprete­s de verdadera calidad. Aunque DiCaprio ha estado más cerca. Todo apunta a que hoy ambos se llevarán su Oscar.

Llevamos dos horas de ceremonia cuando se anuncian los nominados al mejor actor de reparto. Entre ellos, Stallone. Todos le aplauden. Sorprenden­temente se lo arrebata Mark Rylance. En la imagen de mi televisor puedo ver una escaleras, pero esta vez nos las sube Rocky, si no otro, más calvo, más enclenque, mucho mejor intérprete. Stallone no ha subido a la cima, ni se gira, ni nos mira desde lo alto de esas escaleras. Permanece en el asiento, impasible. Uno no sabe muy bien si esa impasibili­dad es producto de las operacione­s estéticas que atenazan su gesto o si, quizás, jamás creyó en ganar un asalto tan lustroso, y menos a estas alturas. El Stallone de hoy es el fruto de una industria despiadada que encumbra a sus estrellas y luego las exprime hasta que no les queda más jugo. Él permitió entregarse a ese juego. No voy a ser yo quien lo defienda como un intérprete brillante. No; no lo es. Pese a ello, no puedo evitar enfadarme porque los académicos me hayan escamotead­o el discurso más emocionant­e de la noche. ¡Qué poco sentido dramático! Me consuela saber que hoy Stallone gritará el nombre de su amada y que abrazarla valdrá más que cualquier premio. Eso, y saber que DiCaprio sí se lo llevó.

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