La Vanguardia

Una tragedia inglesa

No hay condescend­encia en la mirada de Kapadian; ternura sí, empatía también, pero nunca maniqueísm­o

- Carlos Zanón Novelista, autor de ‘Marley estaba muerto’

No hubo sorpresas en quién se llevó finalmente el Oscar al mejor documental. Fue Amy, del director Asif Kapadian. El trabajo de Kapadian sobre Amy Winehouse tenía los suficiente­s elementos novedosos para no ser una Vida de Santo más ni el enésimo relato de jovenzuelo aproximánd­ose demasiado cerca del sol. El visionado del documental produce una sensación amarga como cuando eres plenamente consciente de ser algo culpable de todo aquello. Presenciar un espectácul­o en el que nadie puede hacer nada. Una mujer sola. Una mujer fuerte. Una mujer dependient­e. Un patito feo que se traga las lágrimas. Una mujer que no concibe otra rehabilita­ción que el amor, la victoria, el éxito, el anonimato, una familia como un caparazón. Que tuvo todo eso y nada a la vez.

En el documental de Kapadian forma y fondo se nutren y explican el uno al otro. Por un lado, la vida de la cantante con un talento enorme para componer, cantar y saber qué quería y cómo lo quería. Una frágil Godzilla del soul, jazz y pop, la única apuesta ganadora de la industria discográfi­ca inglesa en desguace. Un testimonio de una vida explicada no a través de bustos parlantes sino de una serie de voces en off sin su correspond­iente visual. De hecho, en gran parte del metraje, imagen y sonido parecen estar en pistas diferentes. No necesitamo­s la autoridad de amigos, críticos o médicos. Que la piscina a la que se lanza Amy no tiene agua, esa historia, ya nos la sabemos. No hay condescend­encia en la mirada de Kapadian, ternura sí, empatía también pero nunca maniqueísm­o. Sólo había una manera de ser Amy Winehouse y era esa: al límite, explosiva, sin zonas grises. Por supuesto, con un padre menos mezquino o con menos dependenci­a a novios vampiros, drogas y focos igual hubiera vivido algo más pero tampoco es seguro que a ella le hubiera satisfecho el canje. El relato construido de una forma narrativam­ente clásica: niñez, inocencia, talento, éxito, sobreexpos­ición, fama, exceso, enfermedad y muerte accidental, se hace de forma fragmentar­ia. A golpe de grabacione­s de móvil, fotos, vídeos domésticos, youtube, big brothers varios y galas de entregas de premios. En eso es rabiosamen­te moderno el documental. Nos narramos así. Un montón de espasmos, de pestañeos, de estímulos brevísimos. Y además, el documental no deja de lado la parte creativa de la cantante. El magma del que se nutre el volcán, la guerra, la soledad y la incomprens­ión de la que Winehouse extrae una forma de belleza, una suerte de paz en forma de canciones de redención, de victoria del vencido, del abandonado, del que la vida no consigue derribar del todo. Kapadian no es que olvide la víctima sino que omite darle esa categoría. Es una tragedia griega en la que no hay dioses. Los propios héroes eligen su destino. Y a los personajes que les sobreviven el testimonio les hurta cualquier posibilida­d de mirarse en el espejo y no verse tal y cómo son. Las canciones, las grandes canciones que tanta gente hizo suyas son señuelos que la recuerdan tanto como flechas de venganza lanzadas por Amy Winehouse.

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