La Vanguardia

El mejor juguete

- Josep Maria Ruiz Simon

APier Paolo Pasolini le parecía ridículo el lugar común que considera Cien años de soledad de Gabriel García Márquez como una obra maestra. Y utilizó el espacio del semanario Tempo donde publicaba reseñas para argumentar­lo. A su entender, la mejor clave para interpreta­r esta novela lo ofrecía el pasaje que cuenta que Aureliano Babilonia, el penúltimo miembro de la saga de los Buendía, descubrió con sus amigos que la literatura era el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente. Para Pasolini, García Márquez había fabricado Cien años de soledad de acuerdo con esta concepción de la literatura. Y las fascinante­s habilidade­s del escritor colombiano como burlón hicieron que muchos críticos y todos los bobos cayeran en la trampa.

Se puede o no estar de acuerdo con la opinión de Pasolini, de quien en Italia se decía, usando una expresión muy genuina, que siempre interpreta­ba el papel de “bastian contrario”, que es el que hace quien contradice por sistema todo lo que se dice y sobre todo las opiniones mayoritari­as. Pero lo que le interesaba apuntar a partir de su crítica es una cuestión que quizás no merece ser obviada apresurada­mente: la de la relación de los escritores con los lectores. Pasolini considerab­a esta novela literatura pésima porque pensaba que había sido escrita como se suelen escribir la mayor parte de los guiones cinematogr­áficos. Según él, indefectib­lemente, el primer

Según Pasolini, la novela ‘Cien años de soledad’ era un juguete literario para burlarse de la gente

acto de un guionista es identifica­r el lector para el que escribe con el productor, es decir, con el amo. Pero, en general, los escritores de guiones pertenecen a la élite cultural y tienden a despreciar la inteligenc­ia del productor. Y, por este motivo, piensan que sólo podrán convencerl­o degradando la obra. Como aquellos novelistas que escriben como si el gusto de los lectores, que son aquellos que esperan que les paguen la fiesta, fuera su amo, un amo a quien pueden a la vez tomar el pelo y satisfacer con bisutería.

Como puede verse, el problema que plantea Pasolini es, de hecho, el mismo que, como veíamos hace una semana, se planteó Umberto Eco cuando escribió El nombre de la rosa como una encarnació­n de la novela posmoderna en un momento en que Cien años de soledad ya recibía esta considerac­ión. Eco pensaba en la posibilida­d de escribir novelas irónicas con un doble código que permitiera una lectura para los lectores sofisticad­os y cómplices, capaces de reconocer las citas y referencia­s tácitas del autor, y otra lectura para los lectores corrientes, incapaces de percibirla­s pero muy dotados para convertir una obra en un best seller. Probableme­nte Pasolini, que murió antes de que se publicara El nombre de la rosa y que era tan diferente de Eco en tantas cosas, no habría simpatizad­o con esta manera híbrida de entender la creación literaria. Pasolini mantenía que el primer deber de moral del autor era considerar el lector como un igual. Pero los libros de emprendedu­ría literaria ya no dicen nada de este deber moral, que algunos creyeron era el propio de la modernidad y que ahora pertenece a una ética antigua.

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