La impotencia de Europa
LA Unión Europea ha conocido días mejores. El pragmatismo a corto plazo se ha impuesto a los valores morales que inspiraron una unidad creada para dejar atrás los peores instintos del Viejo Continente, trasfondo de dos guerras mundiales. Contra reloj y entre demasiados egoísmos nacionales, la Unión Europea ha cerrado la llamada ruta de los Balcanes y deja en manos de Turquía –el Estado que más ha ganado– la tarea de contener el flujo de refugiados que huyen de las guerras y la miseria de Siria, Iraq o Afganistán, un aluvión en el que resulta complicado discernir si se trata de refugiados o inmigrantes. Galgos o podencos, esos seres humanos desdichados han ido a dar con una Europa miedosa e impotente, alejada de los valores que la hacían singular: bienestar, derechos humanos –no se aplica, por ejemplo, la pena de muerte– y legislaciones “solidarias”.
Las cifras espectaculares de refugiados no han hecho más que reforzar la escasa capacidad de reacción ante fenómenos que ya registraban los estados del Sur como España, Italia o Malta. Inicialmente, la canciller alemana, Angela Merkel, asumió el liderazgo moral de Europa y les dio la bienvenida, bajo riesgo de provocar un efecto llamada, como algunos advirtieron en Bruselas. Poco después, sectores de su país manifestaban su inquietud ante la posibilidad de que Alemania acabase siendo receptora exclusiva del más de millón de refugiados/inmigrantes llegados en el 2015 a territorio europeo. Cálculos electorales alemanes e insolidaridad de los restantes socios explican que la propia Merkel haya liderado esta salida poco elegante de la crisis.
El principio del “uno por uno” –canjear a Turquía una persona por otra– ha sido rápidamente condenado con dureza inequívoca por organismos de las Naciones Unidas, Human Rights Watch, Médicos sin Fronteras, Amnistía Internacional... Ciertamente, dejar en manos de Turquía el “trabajo sucio” es una paradoja: Bruselas había ralentizado durante años las negociaciones con Ankara para empezar a hablar de adhesión mediante el argumento de que el país islámico incumplía los criterios mínimos en materia de derechos humanos. La “venganza turca” llega en forma de este acuerdo que aprovecha las debilidades –¿pasajeras o estructurales?– de la Europa de los Veintiocho, que dan una suerte de talón en blanco al Gobierno de Erdogan, cuyos tics autoritarios van en aumento.
Frente a las ofertas individuales y privadas, los estados miembros han demostrado un egoísmo descarnado ante los refugiados. Siguen en limbos, aquí y allá, a la espera de que la distribución pactada sea realidad. La actitud de los estados no se daría si las respectivas poblaciones fuesen favorables a aplicar criterios humanitarios a este alud ciertamente multitudinario, sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. En disculpa de la Unión Europea cabe decir que muchas de estas leyes, tratados y garantías no consideraban la complejidad legal detrás de cada solicitante de asilo ni la cantidad de llegados a Europa (con un riesgo que da sobrada idea de la desesperación que los empuja).
El cierre de la ruta de los Balcanes y el criterio del “uno por uno” son un parche a la desesperada. A primera vista, se trata de una traición a los valores fundacionales de la Unión Europea. Verjas, campos de refugiados, niños deambulando por ninguna parte... Un gran negocio para muchos, un negocio que suprimir pero no a cualquier precio.