La Vanguardia

Pelayo, 28

- JOAN DE SAGARRA

El jueves al mediodía pillé en el OpenCor del barrio Aquella porta giratòria, el libro de Lluís Foix (Premi Josep Pla 2016), y me lo cepillé (266 páginas) por la tarde con media petaca de ron (Captain Morgan) y un par de cigarros Hoyo de Monterrey (Serie Le Hoyo). Me agradan esas crónicas de los viejos periódicos y sus redaccione­s, cuando en esas redaccione­s se fumaba, se bebía, se charlaba y se escribía todavía con máquinas como mi vieja Olivetti 35, con la que ahora escribo estas líneas. La puerta giratoria de Foix es la de La Vanguardia, cuando este diario tenía su sede en el número 28 de la calle Pelai, Pelayo en los años en que Foix cruzó aquella puerta giratoria. Una puerta que yo crucé algunos años, pocos, antes que Foix y con el que coincidí cuando fue nombrado director, en el año 1983. Entonces yo era el crítico teatral del diario, pero Foix parece haberse olvidado de ello y se limita a mencionarm­e en dos ocasiones: en la página 116, como amigo de Lluís Permanyer y crítico teatral del Tele/ eXpres, y en la 190 como colaborado­r de la revista El Papus, a raíz del atentado de 1977. Yo he ejercido la crítica teatral en media docena de diarios y revistas, pero jamás en el Tele/eXpres, donde el crítico teatral por aquellos años era mi querido y añorado Celestí Martí Farreras, y tampoco escribí en El Papus cuando el atentado de 1977: escribía en El Cuervo, cuya redacción compartíam­os con la gente de El Papus.

Como les decía, Foix y un servidor nos conocimos en La Vanguardia poco después que le hubiesen nombrado director en sustitució­n de Horacio Sáenz Guerrero, que fue quien me metió en La Vanguardia, en 1979, cuando dejé la delegación de Cultura en el Ayuntamien­to barcelonés y me fui a París (desde donde mandaba una crónica semanal al perió- dico). Huelga decir que mi relación con Horacio y La Vanguardia es algo anterior. Se remonta al año 1967 en que Horacio me manda al Festival Internacio­nal de Teatro de Nancy, entonces todo un regalo para mí. Fue a raíz de aquél viaje cuando aparecen por primera vez en las páginas del diario los Bread and Puppet, el Living Theatre, Jerzy Grotowski y Tadeusz Kantor, entre otros. Pero no la famosa Merdre! con que se inicia el Ubú, rey, de Alfred Jarry, y que Horacio me sustituyó cariñosame­nte por “le mot de Cambronne”.

Mi primer encuentro con Horacio, unos meses antes del viaje a Nancy, fue un tanto tempestuos­o. Yo, inocente de mí, le pedí una columna diaria sobre televisión, para comentar más o menos alegrement­e pero, sin pasarme, lo que veía en la tele de entonces, y Horacio se me puso hecho una furia: “Mientras yo sea el responsabl­e de este diario, aquí no se publicará ni una sola raya sobre la condenada televisión”, me dijo. Luego empezamos a hablar de teatro y mira por donde salió lo de Nancy… Recuerdo que Horacio me hizo un par de encargos: una botella de Corton-Charlemagn­e, un excelente vino blanco francés, y otra de Eau sauvage, una colonia de Dior, su colonia. Encargos que cumplí religiosam­ente.

A Horacio le gustaba el teatro y el cine. “No sabes, Sagarra, el daño que ha hecho (al periódico) esa bestia de Martínez Tomás”, me decía Horacio. Pero no se refería a aquel “personatge tèrbol que venia del franquisme més dur i que gaudia de la confiança del comte de Godó” (don Carlos), del que habla Foix en su libro, sino al crítico Martínez Tomás, titular de la crítica teatral y cinematogr­áfica del diario, ¡de ambas!, algo insólito.

Poquito a poco, Horacio me fue aupando para que sustituyer­a a Martínez Tomás en la crítica teatral del diario, cosa que acabó produciénd­ose de forma natural, sin demasiados problemas. Yo era feliz y me tomaba mi trabajo muy en serio. Escribía mis críticas, pero además entrevista­ba –en París, por teléfono– a un Josep Maria Flotats que acababa de debutar como socio de la Comédie Française o le encargaba a Josep Maria Carandell una necrológic­a sobre Peter

Me agradan esas crónicas de los viejos periódicos y de las redaccione­s en las que se fumaba y se bebía

Weiss, que acababa de fallecer (mi amigo Josep Maria había escrito un pequeño y brillante ensayo sobre el autor de Marat-Sade, el único publicado en castellano).

Vamos, que curraba como pocas veces he currado. Incluso hubo un día en que impedí que el diario cometiese un disparate. Me llamaron de la redacción para informarme de que el director del Piccolo Teatro de Milán se había suicidado, ahorcándos­e en el escenario. Yo conocía al director del Piccolo, Giorgio Strehler, y les dije que no, que no podía ser, que no me lo creía. Total, que me fui a la redacción y me mostraron el teletipo de una agencia en el que se decía que “el director del Piccolo de Milán se suicidó…”. Les pedí un ejemplar del Corriere della Sera; me dieron uno, pero era del día anterior. Me fui a la Rambla y me hi- ce con uno de aquel día, y allí nos enteramos de que el suicida no era Strehler sino el encargado del escenario, el regidor del teatro.

Yo le había pedido a Horacio que me pusiesen en plantilla, que me lo había ganado, y Horacio me dijo que sí, que contase con ello. Pero un buen día me enteré de que Horacio ya no era el director y fue entonces cuando Foix, el nuevo director, me invitó a cenar en un restaurant­e de la calle Vergara, frente a la redacción, para hablar del asunto. En resumen, me dijo que por el momento no era posible lo que me había prometido Horacio. “¿Y más adelante?”, le pregunté. No hubo respuesta. Poco después debutaba como crítico teatral de teatro en la edición catalana de El País, en plantilla. Pero me lo pasé muy bien el tiempo que estuve en la calle Pelayo, como me lo he pasado muy bien leyendo la crónica de Foix, al tiempo que recordaba el dry martini que preparaban en el bar de la redacción, un dry martini más que decente.

Me lo pasé muy bien el tiempo que estuve en la calle Pelayo y también leyendo a Lluís Foix

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XAVIER CERVERA Lluís Foix en una puerta giratoria muy parecida a la que había en la antigua sede de este diario
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