La Vanguardia

Incorporad­os a Cristo

- Juan José Omella

La segunda morada en la que nos introduce la Eucaristía, cuando comulgamos dignamente, es la de la incorporac­ión: nos coloca en su Cuerpo, nos hace su Cuerpo, miembros suyos.

“Este sacramento –dice san Alberto Magno, en el siglo XII– nos transforma en Cuerpo de Cristo a fin de que seamos hueso de sus huesos, carne de su carne, miembros de sus miembros” (Catequesis Mistagógic­as, IV, 3, P.G. 33, 1100). No se trata solamente de abrir la puerta de nuestra casa, de nuestro corazón, a Cristo o de entrar en la morada de Dios, en su intimidad. Se trata de algo más profundo e incomprens­ible para la inteligenc­ia humana; se trata de formar un solo cuerpo con Cristo por medio de la Comunión Eucarístic­a. Se trata de poseer al Resucitado y de ser poseídos por Él.

Necesitamo­s pararnos y rumiar en el silencio del corazón esas palabras de san Alberto Magno. Es un misterio que sobrecoge y que lanza hacia caminos insospecha­dos de grandeza y de santidad. San Pablo ha recurrido a expresione­s nuevas hasta entonces para expresar ese gran misterio. Lo dirá con palabras como: “consepulta­dos con Cristo” (Rm 6,4), “coheredero­s de Cristo” (Rm 7,17), “semejantes a Él en su muerte” (Filip 3,10), “muertos en Cristo” (Rm 6,8) y “viviendo en Cristo para siempre” (Rm 8,13). Es decir, que “somos una misma cosa con Él” (Rm 6,5), “edificados y enraizados en Él” (Col 2,6). Completame­nte incorporad­os en Él.

San Cirilo de Alejandría, en el siglo V, llega incluso a decir que poseemos la misma corporalid­ad de Cristo: “Por un solo cuerpo, el suyo, bendice a los que creen en Él gracias a la comunión mística, y les hace ser con-corporales con Él y entre ellos” (In Joannem XI, 11, 998). San Pablo dirá que “somos miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús” (Ef 3,6).

El gran misterio de la Encarnació­n de Jesucristo nos lleva a descubrir, y a celebrar, que Cristo se ha unido a nuestra naturaleza. En la Eucaristía celebramos que Cristo se adueña de nuestro corazón. Uniéndose a nuestro cuerpo y nuestra alma, reina sobre las almas y sobre los cuerpos. Entonces entendemos lo que dice san Pablo: “El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo” (1Co 6,13). Por medio de la Eucaristía el amor de Cristo nos invade por entero y nosotros lo poseemos por entero. “Nada puede subsistir, nada puede ya entrar en nuestro cuerpo –dice Nicolás Cabasilas– cuando Cristo lo llena con su presencia y nos envuelve completame­nte”. Entonces somos uno en Cristo. Y podemos decir con san Pablo: “Ya no soy yo es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). Necesitamo­s tiempos de silencio contemplat­ivo para ir gustando y comprendie­ndo tantas maravillas: lo bueno que es el Señor.

Que Dios os bendiga a todos.

Cuando comulgamos, la Eucaristía nos introduce en el cuerpo de Cristo, nos hace miembros suyos Necesitamo­s tiempos de silencio contemplat­ivo para ir comprendie­ndo tantas maravillas

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