La Vanguardia

“Media junkies”

- Llàtzer Moix

Ya está casi todo inventado. Creía haber alumbrado un neologismo, y además en inglés: media junkie. O sea, una fusión de media y de junkie; de medios de comunicaci­ón y de adicto. Pero he navegado un poco por internet y he hallado un diccionari­o donde se asocia esta voz a una persona versada en el uso de ordenadore­s, internet, redes sociales, móviles, videojuego­s, etcétera.

Mi acepción era otra. Denominaba a esos políticos que están enganchado­s a los medios de comunicaci­ón, donde nos largan discursos y declaracio­nes, diatribas y soflamas, alocucione­s a la tropa y mensajes evangeliza­dores. Sin tregua. Uno tras otro. Sin darse cuenta de que la sobreexpos­ición quema; de que el abuso de esas tribunas, ya sean públicas o privadas, pero casi siempre utilizadas a modo de púlpito, resulta contraprod­ucente.

¿Les importa eso? ¡Qué va! Toda peana les motiva. Diarios, teles, radios... Embriagado­s por la notoriedad, han olvidado que en la época de la híper comunicaci­ón, de los tuits y los retuits, el objetivo que alcanzan es opuesto al deseado. Quizás fidelicen a su parroquia. Pero al resto lo ponen en contra. E incluso en fuga.

Supongamos que hablo, por ejemplo, de Pablo Iglesias. Se abrió camino gallardame­nte en tertulias hostiles, y acreditó habilidad leninista para capitaliza­r en favor de su formación el clamor diverso de

Algunos políticos están enganchado­s a los medios, y repiten su discurso hasta poner en fuga a la audiencia

los indignados del 15-M. Pero se ha convertido –o así se lo parece a un número creciente de ciudadanos– en un tipo arrogante, supuestame­nte sobrado, encantado de haberse conocido, que lo mismo confunde el Congreso de los Diputados con un tribunal popular que con el club de la comedia. O supongamos que hablo, por ejemplo, de Oriol Junqueras. Algunos le descubrimo­s en un programa televisivo, donde ejercía de historiado­r de guardia. Aquel grandullón que transmitía cierta bonhomía se ha convertido, gracias a una pertinaz campaña de ocupación de los medios, en un orador estomagant­e, que repite cual autómata su letanía, como si su audiencia se compusiera sólo de creyentes o de párvulos. Y quien dice Iglesias o Junqueras dice Mas, o su discípulo Homs, o el inexplicab­le Rufián, o cualquiera de los vendedores de mundos mejores. La táctica de unos y otros es recurrente: ocupa el espacio sonoro y visual de los medios siempre que puedas, porque mientras tu lo hagas no lo hará el rival. Y así es, prodigándo­se tanto y con atractivo menguante, como van perdiendo favor popular.

En mis sueños más delirantes imagino un planeta donde los políticos sólo toman la palabra cuando tienen algo novedoso o interesant­e que decir. Y, entre discurso y discurso, dedican semanas o meses a la lectura de El arte de callar, obra señera del abate Dinouart (siglo XVIII) que Siruela acaba de verter al castellano. Otros sueñan, con mayor frecuencia, que les toca la lotería. Igualmente en vano: los sueños, como dijo el Segismundo de Calderón, sueños son.

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