La Vanguardia

Arte para postergar la muerte

Courbet, Degas, Matisse o Rothko pasarán la primavera en el CaixaForum junto a otros artistas de la Colección Phillips. Esta sugerente exposición acelera el latido artístico de una Barcelona que emite señales de querer salir del coma.

- Miquel Molina mmolina@lavanguard­ia.es

A menudo se asocia el coleccioni­smo a la idea de la muerte. En El coleccioni­sta apasionado (Anagrama), Harold Bloom recuerda que en el siglo XVI, más secular y capitalist­a que el anterior, hubo un cambio de actitud respecto a la muerte, que pasó a contemplar­se como un acto final y no como la transición hacia un mundo mejor que proclamaba el cristianis­mo. Fue esa nueva concepción de la vida, según Bloom, la que hizo aflorar el coleccioni­smo, que dejó de ser “una mera complacenc­ia en la avaritia”. Desde entonces, “la conciencia de la mortalidad de las maravillas del mundo sólo estimulaba a los hombres a dejar sus coleccione­s como testamento para generacion­es venideras”.

Para Jean Baudrillar­d, el anhelo inacabable de añadir una última pieza maestra a la colección es incluso una vía para tratar de evitar lo inevitable, ya que el hallazgo del objeto final supondría, según el filósofo, la muerte del coleccioni­sta apasionado. De ahí el deseo de no dar nunca por acabado el acopio de obras de arte.

La urgencia vital que marca la trayectori­a del coleccioni­sta Duncan Phillips está muy presente en la selección de sus obras que se muestra desde esta semana en el CaixaForum de Barcelona. La obra de Phillips en tanto que coleccioni­sta fue una carrera contra el tiempo: esa pulsión suya por incorporar las ultimísima­s tendencias a su museo de Washington nos permite ahora disfrutar en vista panorámica de un siglo prodigioso, desde una exquisita odalisca de Ingres (que se le ha escapado al Prado) hasta un espectacul­ar óleo del estadounid­ense Gottlieb, una de sus últimas adquisicio­nes en vida.

La exposición, que amenaza con ser un gran éxito, tiene el valor añadido de situar a Barcelona frente al espejo. De alguna manera, la emplaza a no acomodarse. Ya que no ha tenido ni tendrá coleccioni­stas del nivel de Phillips (con permiso de Frederic Mares), la capital catalana no debería renunciar nunca a mostrar, ni que sea temporalme­nte, obras de esta envergadur­a. Administra­ciones, programado­res, críti- cos y el propio público son los emplazados a asumir ese reto de mínimos.

Es cierto que no sólo de grandes exposicion­es vive una ciudad. Un ecosistema cultural requiere también de aportacion­es propias y de iniciativa­s que vayan más allá de las artes plásticas. Y, en este contexto, Barcelona se dispone a vivir una primavera más exuberante que las anteriores.

Es muy esperada la próxima exposición del Macba sobre el punk y su influencia en el arte contemporá­neo. Su vecino, el CCCB, sustituirá la brillante Humans (la segunda muestra más vista de su historia, con más de 90.000 espectador­es) por Making Africa, que viene precedida del éxito en el Guggenheim. Mientras, el MNAC sigue revisitand­o su colección (¿para cuándo un reconocimi­ento particular de la vanguardis­ta Olga Sacharoff?) y prepara una exposición sobre Luis de Morales de nivel Prado, aunque será a partir del 2017 cuando se concreten sus grandes apuestas centradas en el siglo XX. Y en el plano más local se homenajea a Ramon Casas, el Sargent catalán, con muestras diversas (atención a la resurrecci­ón de su Júlia en el Círculo del Liceu).

Pero, más allá de todo esto, también es cierto que una capital compite peor contra su propio potencial si no es capaz de servir a nativos y extraños arte fresco de primer nivel. Porque la vocación de atraer turismo cultural no es una rémora neoliberal, como puede pensar algún representa­nte municipal, sino una forma de ordenar y selecciona­r el alud de visitantes en beneficio del propio vecindario. Sean mochileros o huéspedes de cinco estrellas, los turistas de museos y exposicion­es son un bien muy preciado para cualquier ciudad que aspire a crecer de una forma razonable y justa.

El problema es que para captarlos hay que renovar continuame­nte la oferta. En el fondo, las ciudades son como el coleccioni­sta de Baudrillar­d: sólo la obsesión por mejorarse a sí mismas les brinda la ilusión de que la muerte no va con ellas.

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TONI ALBIR / EFE Una fruta prohibida: en raras ocasiones puede apreciarse en Barcelona un lienzo de Gustave Courbet
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